Emanuel, un joven marxista de finales de los años sesenta del siglo XX, recordaba a la primera muchacha que amó. En el escenario de su recuerdo, junto a la rubia doncella había una calle llena de álamos, parecida a donde está la casa de Graciela. Frente a la alameda, estaba un mar completamente de azul turquesa. Se trataba de un océano pacífico, aunque sus olas eran muy altas. Entre el océano y la alameda sólo había un kilómetro. Era un mar muy tranquilo. Sus olas, distantes entre sí. Posiblemente habría un velero y unos tipos jugando en las crestas de las olas. Muchos no controlaban su deslizador y acababan de bruces o de nalgas en la playa.
Emanuel, mientras observaba, estaba sentado en la banqueta de una mansión, la que era el hogar de Graciela. El recuerdo era difuso y, considerándolo bien, no era la casa de Graciela, ya que ésta era una casa de color café con amarillos claros y muy brillantes. Era enorme, estaba junto a una loma llena de piñanonas, tulipanes de La India, plátanos, mafafas y todo tipo de vegetación tropical. Algunos de los árboles eran similares a los que adornan a las porcelanas chinas y los poemas japoneses antiguos. La vegetación era de un verde claro muy brillante. Hacía calor. La casona tenía un zaguán de madera con un interfón a la izquierda. Una mucama con trenza de cola de caballo abrió la puerta. Se parecía mucho a Alicia.
-¿Buscaba a alguien? -Preguntó la mucama.
-Soy Emanuel.
-¿Y? Si no tiene Usted nada que hacer aquí, retírese o llamaré a la policía.
-La calle es libre. No estoy cometiendo ningún delito. Para que no se enoje conmigo mire, la ayudo a barrer la calle.
-Ji, ji, ji, es usted muy gracioso.
Aunque la mucama no era de su clase social, Emanuel quedó enamorado de ella. No tenía ningún problema con las diferencias de clase social, pues para eso era marxista.
-Eréndira -una voz que salía del interior de la mansión llamaba a la mucama -¡Ven acá inmediatamente!
-Voy, señora.
-Te acompaño.
-¡Está Usted loco!
-¿Qué desea el señorito? -le salieron al paso dos muchachas hermosas y fuertes, que se parecían a Graciela y a Síbila.
-Voy con la señorita Alicia.
-No es Alicia, es Eréndira -contestó una de ellas.
-Y parece que usted le estaba haciendo la corte ¿o no?
-¡Claro! ¿pues no ves la cara de gato callejero que tiene?
-Y anda de cacería cazando gatas, ge, ge, ge.
El mar se tornó verde. Mientras una agitación crecía en él a grandes pasos, sus aguas se acercaban paulatinamente a la ciudad. Las olas quebraban a cuatro metros y alcanzaban ya el tamaño de una casa. Las muchachas cerraron la puerta y, naturalmente, dejaron a Emanuel a expensas del mar. Una ola se acercó tanto que cayó a un lado del zaguán. Las muchachas gritaban y reían a causa del chubasco. Emanuel no fue arrastrado por la ola: se había aferrado a una enredadera, una especie de buganvilia combinada con madreselva.
-Emanuel -le gritaba Alicia -Te amo, ven a verme.
-No puedo, no me dejan pasar las hijas de la señora, mejor baja a abrirme la puerta.
-No señorita, mejor baja a abrirme la puerta.
-No puedo, estoy encerrada en la torre. Tengo que planchar, hacer el quehacer y hasta que no lo termine no podré salir, no me dejarán. Pero la ventana de la torre está abierta y puedes llegar a ella por la enredadera.
Emanuel comenzó a subir porque ya venía una ola de seis metros, la que al caer distrajo a las cancerberas. El mar se había convertido en su aliado, sus olas distrajeron a las hijas de la señora, mientras él se apresuraba a trepar por la enredadera, no sin trabajos, pues a cada instante se espinaba las manos. Cuando por fin llegó a la ventana de la torre, Bety, en efecto, estaba planchando.
-¿Alice? -Preguntó Emanuel. -¿Eréndira?
-¿Quién es Alice? ¿Quién es Eréndira? -respondió Bety.
Emanuel estaba feliz, los gritos angustiados de Bety indicaban que estaba enamorada de él. Sin embargo, para sorpresa suya, Bety seguía planchando con gran indiferencia. Hasta que Emanuel rompió el silencio.
-¿No que me amabas? Por ti subí esta torre y no me dejé arrastrar por el océano. Por ti me espiné las manos y me arriesgué a que me apresaran las hijas de la señora. ¿Qué no me quieres?
-Sí te quiero -respondió Bety, quien estaba indecisa, como presa de un conflicto -Pero tengo miedo.
-Dame un beso.
Ella se acercó, cerró los ojos y entre abrió los labios. Pero, cuando Emanuel estaba a punto de besarla, se alejó de él repentinamente.
-¡No te quiero! -Dijo Bety, poniéndose muy seria. -¡No te quiero, por eso me encerré en esta torre de marfil! -Dicho esto, cerró violentamente la ventana, para que Emanuel no la alcanzara.
Emanuel tuvo que bajar de ahí. El mar estaba tranquilo de nuevo, de color azul turquesa. Al bajar, en sus adentros, oía una antigua canción folklórica española:
-Olé, olé, olé, que ha matado la culebra que rodeaba al castillo, la que por su boca echaba rosa, clavele y lirio. Olé, olé, olé, el perico verde está que se muere porque le ha dicho la novia que no lo quiere.
Ya abajo, Emanuel pensó “siempre hace frio”. Acariciaba sus brazos para cubrirse, inútilmente. Aumentó el frio y el mar levantó una ola de cuatro metros, muy fría, con sabor a miel y a menta. Las siguientes olas no levantaron mucho. Repentinamente, en las olas aparecieron muchos pingüinos y uno de ellos le ofreció su ala. Tomados de ala y mano, se internaron en el mar y Emanuel parecía uno de ellos. Fue por mediados de octubre. Fue por esas fechas que Emanuel apareció bajo un techo de palma, de esos que llaman palapas, de los que tienen las gentes de las playas. Esas gentes no comprendían sus necesidades pero, para que no muriera de hambre, le permitieron ganarse la vida partiendo cocos con un machete. Cerca de ahí había una niña de cinco años, vestida de reina, parecida a la hermana de Emanuel vestida de princesa. Su cara se parecía a la de Bety. Al principio, la niña no se preocupó por él. Se comportó como todos los demás, como los que no habían vacilado enviarlo a la fuente a partir cocos. Esa fuente parecía ser su cárcel. Una cárcel que aunque estuviera abierta, de todas maneras era una cárcel. Él parecía ser un prisionero cualquiera, encerrado ahí, como si la humanidad quisiera olvidarse de él. Mientras partía los cocos, tarareaba una canción de José Feliciano:
-Has visto cómo pierde su alegría una fuente que se vacía, cómo los ojos de un ciego que quieren ver un cielo azul lloran de tristeza, y las lágrimas que vierte quieren llenar la fuente para que recupere su alegría.
Emanuel se deleitaba canturreando esa melodía, hasta que llegó la niña con una limonada en un vaso grande con dos popotes, una cuchara roja, hielos, unas hojas de hierbabuena y de menta, más una rebanada de limón encajada al vidrio. Emanuel nunca había probado agua más deliciosa.
-Te amo -Le dijo la niña a Emanuel, una vez que éste se acabó la bebida.
Emanuel, sorprendido, quiso aceptar. “Está muy niña. No me atrevo y me haré de oídos sordos” pensó. Emanuel miró al agua de la fuente, donde su rostro se reflejaba. Aparecían dos imágenes de él, en una tenía seis años de edad, en la otra, 17. Las imágenes aparecían simultáneamente. Su imagen infantil trató de corresponder al cariño de la niña. Cuando él decidió hacer esto, ya estaba moreno a causa de los rayos del sol. Ella se ofendió por el primer rechazo y se lo devolvió con carácter irrevocable. Emanuel siguió partiendo cocos otro rato. Después, fue a dormir a una cabaña. En ese momento, su rostro era una combinación del de Kafka y el del niño de la película japonesa The boy. Tenía las orejas como las del doctor Spok, seguía teniendo seis años de edad y estaba llorando, mientras pensaba “estoy desvalido ¿cómo pueden ser tan crueles con un niño como yo?”.
Amaneció. Era otro día. Seguía partiendo cocos. Se repitió la escena de la niña. Ella estaba a su derecha y él caminó hacia su izquierda, donde se topó con una señora gorda, con vestido de bolitas estampadas sobre la tela. Era la mamá de Sibila.
-Ten. ¡Mátala! -decía la señora gorda, mientras le ofrecía en un cojín una daga de plata, bastante grande.
Aterrorizado, se alejaba de ella y volvía donde Alicia.
-¡Te amo! -suplicaba Alicia -¡Sácame de aquí! ¡No me mates!
Emanuel no la quería matar. Tampoco llevársela ni entregarle su amor, temía que lo rechazara de nuevo. Enojado por la frustración de sus deseos, la podría matar. Se volvió donde la señora, quien casi le ponía la daga en la mano.
-Yo no la puedo matar -Decía la señora -ni nadie de aquí. Pero tu sí puedes. En cambio, a ti sí puedo matarte y si no la matas, te mataré.
-¡No me mates! ¡Llévame contigo! -gritaba Alicia.
Emanuel salió corriendo hacia la derecha, saltó la fuente, se detuvo un poco, dirigió una mirada de adiós a Bety y salió por la ventana en desaforada huida.
Bety seguía telefoneando a Emanuel. Hubo una ocasión en que fue Mister Lewis quien tomó la llamada.
-Es usted una lépera -le dijo el norteamericano a la muchacha, irritado por sus malos modales.
“Emanuel debería buscarse una muchacha de su clase y no andar con esas mujeres” pensó Mister Lewis, quien ya le había dicho muchas veces a su nieto que le iba a cobrar la cuenta del teléfono y que ellos no tenían su tiempo para estar atendiendo llamadas de gente ajena a la familia.
-Debes romper cuanto antes esa relación -Le dijo Mister Lewis a Emanuel -Esa muchacha no te conviene.
Por supuesto, Emanuel no rompió con ella. ¿Por qué iba a hacer algo totalmente contrario a sus deseos? En su mente, se apareció un nuevo deseo: que Mister Lewis lo dejara en paz, y que si era preciso para ello, que se muriera. ¡Qué pasara lo que tenía que pasar!
Una gitana previno a Emanuel en eso de desear el mal al prójimo, pues eso es malo: se cumplen los deseos.
“Puras supersticiones, ¡Bah!” pensó Emanuel, “Mister Lewis está senil. ¿Tiene caso decirle que es un pinche viejo decrépito? Siempre tengo choques con él. El primer choque fue cuando el problema de la inundación.”
-El periódico dice que hubo una inundación, pero que no hubo desgracias personales -le dijo Emanuel a su abuelo.
-Si es que desgracia personal no significa perder la herramienta de trabajo o tener arruinada la casa -contestó Mister Lewis.
-Esto tiene solución, ya que muchos de los males de este mundo son consecuencia de la propiedad privada de los bienes sociales.
-¡No es cierto!
-¡Sí es cierto!
-¡No es cierto! ¡No!
-¡Sí, pues si el alcalde de la ciudad no se hubiera roba…!
-¡Mentira! ¡Lo que pasa es que tú eres antinorteamericano!
-¡Yo no soy antinorteamericano! Porque el pueblo norteam…
-¡Sí lo eres! ¡Sólo lees panfletos comunistas antinortea…!
Y mientras discutían Mister Lewis y Emanuel, el agua, que subía lentamente, estaba a punto de rebasar el quicio de la puerta y derramarse sobre la habitación.
-Si se mete el agua se va a llenar de lodo la alfombra -Dijo Emanuel, alarmado.
-Coloca una lámina entre la puerta y el murito de los escalones -respondió Mister Lewis.
Confiados en que eso la detendría en un tiempo suficientemente largo hasta que dejara de llover y bajara el nivel del agua, se pusieron a jugar a las cartas, queriendo ahogar su angustia hasta que el desastre sucediera, pero Emanuel prefirió retirarse del juego. Subió a la habitación más alta, buscando el lugar más seguro.
El agua subía rápidamente sin respetar a nadie: los que creían haberla burlado cerrando herméticamente puertas y ventanas, no contaban con que ella entraría fácilmente por el piso y por las coladeras. Las paredes estaban llenas de chorros y el rumor del agua se oía por toda la casa, un rumor parecido al de los remos en su entrar y salir del quieto y profundo lago. Doña Raquel, la esposa de Mister Lewis y abuela de Emanuel, tomó el teléfono y llamó a los bomberos.
-Ojalá no se estropee el piano -Dijo Mister Lewis, y en ese momento pasó flotando la guitarra.
-Las cosas no tienen razón de ser -Dijo Doña Raquel.
-Todo me parece absurdo y sin sentido -Continuó pensando en voz alta Mister Lewis.
Y Doña Raquel seguía llamando a los bomberos por teléfono, como si pudieran hacer algo por ellos, pues no eran los únicos que pedían auxilio.
-Señora -respondía la secretaria del cuerpo de bomberos -no debe llamarnos sin necesidad, ¿qué tal si cuando estemos con Usted ocurre un incendio en otra parte? Es inmoral lo que Usted nos pide.
Entre más desesperantes y frecuentes eran las llamadas, las probabilidades de controlar el agua eran menores, ya que las bombas extractoras resultaban impotentes.
-Desde hace veinte años no sucedía esto -Recordaba en voz alta Mister Lewis.
-Pero el Alcalde de la ciudad dijo que el sistema de bombeo de la ciudad tenía un presupuesto muy alto, y que había que reducirlo, que la maquinaria era la mejor del mundo.
-¡Cada país tiene el gobierno que se merece! -gritó Emanuel, desde la planta alta. -¿Porqué no le dijeron al alcalde y a sus ediles ¡chinguen a su madre, pinches viejos ojetes!?
-No hijo -Contestó doña Raquel -Siempre hay que ser bien educados.
-En nuestros días- Contestó Emanuel, indignado -la buena educación sólo sirve para que te manipulen, te exploten y te cierren todo tipo de puertas.
-Que Dios te perdone -contestó Doña Raquel, con gran serenidad.
El agua empezó a retroceder. Todo apestaba a fango de aguas negras. Poco tiempo después de la inundación, Mister Lewis murió de un infarto cardiaco.
-¡Tú lo mataste! -Le recriminaría alguien a Emanuel.
-Yo no lo maté. -Contestó Emanuel, sorprendido ante tal acusación. -Yo lo quería mucho, solamente teníamos visiones diferentes del mundo.
-¡Tú pensaste que si era preciso que se muriera por ello, que pasara lo que tenía que pasar!
-Lo pensé en un momento de enojo y nadie tenía derecho a meterse en mis pensamientos más íntimos. No lo deseaba en verdad.
Y Emanuel se calló y se quedó solo. Pensando en sus adentros.
-Hijo – se le apareció en un sueño a Emanuel el rostro y al voz de su abuelo Lewis -Me dieron permiso de informarte que el infierno sí existe. No puedo darte más detalles, porque este mensaje lo escucharás por vez única y mi tiempo se ha terminado.
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