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martes, 18 de junio de 2019
viernes, 7 de junio de 2019
ANDROCAX (CUENTO)
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En el hipódromo ésta era una tarea bien difícil: después de una apuesta fallida, muchos acaban desplumados y aunque necesitaban de un pronóstico certero, no tenían con qué pagarlo. Androcax lo sabía. Ésta, era una tendencia definitiva. Ya nada había que hacer en el hipódromo. De modo que llegó el momento en que por no haber vendido un solo pronóstico, Androcax decidió solicitar donativos para sobrevivir. Lo esperaba un semáforo en el cruce de Amores con Avenida Félix Cuevas. A algunos donantes les predecía el futuro. A ellos les parecía divertido, pues pensaban que estaba loco o drogado. Más les valdría hacerle caso, pues al rato llegaban a la funeraria metidos en una caja. Él les informaba cuál era el peligro, quién los quería matar e incluso quién podría protegerlos. Algunos le tenían miedo, pues pensaban que era un “Halcón” de algún grupo criminal y cerraban la ventanilla del auto. Uno de ellos estuvo a punto de cercenarle los dedos.
ANDROCAX
Por Francisco González
Christen
Trabajaba en la Secretaría de Desarrollo Social. Era un hombre de
honor. Tenía que mantener una familia y por su edad ya no le era fácil
conseguir trabajo. De modo que pactó con un ex Gobernador de triste memoria a
fin de poder tener con qué responder a su progenie. Androcax tenía la capacidad de analizar las
estadísticas y emitir pronósticos muy certeros. El ex Gobernador aprovechaba
sus análisis para jugar en Las Vegas y recuperar el dinero que había tomado
prestado de las arcas públicas. Pero, cuando lo reintegraba, desviaba grandes
cantidades de éste en empresas fantasma y sólo pagaba una cantidad mínima de
todo lo que debía. El ex Gobernador, complacido con los análisis certeros de su
subordinado, le ofreció ser Secretario de Planeación y Finanzas del Estado, a
cambio de seguir compartiéndole sus
predicciones en el hipódromo, en Las Vegas, en la Lotería y en los pronósticos
deportivos. Androcax sabía que de seguir por esa línea los dos acabarían muy
mal, de modo que rehusó el cargo. El ex Gobernador hizo un gran coraje y lo
despidió del trabajo. Lo boletinó en todas las dependencias de gobierno y en
cuanta empresa tenía influencia alguna. De modo que Androcax no volvió a
trabajar más. Sabía que de todas maneras acabaría en la ruina, pero que era
preferible hacerlo con dignidad.
Las administraciones cambiaron, pero los
nuevos inquilinos del Palacio de Gobierno no creían ni en la honorabilidad de Androcax,
ni en la certeza de sus predicciones. El haber colaborado con aquel ex
Gobernador lo había convertido en un apestado. Ocurría lo mismo en las empresas
de la iniciativa privada. De modo que salió a pedir dinero a las calles. Hacia
creer a sus potenciales donadores que estaba pasando por una situación temporal
ocasionada por la crisis de cambio de Gobierno. No era así. El cambio era
definitivo. Lo que le aportaban los conductores de automóvil que abordaba era
insuficiente para sostener a su esposa e hijos. Se convirtió en un bicho raro,
hediondo y parasitario. Su estirpe renegó de él. Prefirió dejar el nido e irse
a vivir a los puentes. Siempre tratando de conservar su dignidad, sus ropas
limpias que lo acreditaban como gente de bien, como gente que ha estudiado y
que está pasando por una mala racha temporal.
Se trasladó a la estación de ferrocarriles.
Esperó a que llegara la noche. Se subió al vagón de un tren de carga. Compartió
el sitio con algunos emigrantes centroamericanos. Les predijo el futuro.
–¿Para qué quieres ir a Estados Unidos? Te
espera un frío muro que no podrás cruzar.
No le creían. Con gran tristeza veía su
futuro. Algunos hasta perdían la vida o algún familiar querido. Pero ya no
estaba en la oficina, con las estadísticas en la mano. No tenía credibilidad.
En la Ciudad de México no lo conocían. Tal vez ahí podría abrirse paso: si tan
sólo lograse mejorar su retórica, para hacer más creíbles sus predicciones.
El tren llegó a la Estación de Buena Vista.
Caminó algún tiempo, hasta que llegó al Hipódromo de Las Américas. En el
trayecto, había juntado algunas monedas con las que compró unos folletines que
hablaban sobre los caballos, los jinetes, los entrenadores. Las revistas traían
estadísticas. Con eso, un pedazo de papel cuadriculado, un lápiz y una goma
tenía más que suficiente. Vendería sus pronósticos a los apostadores. Él no
podía apostar con frecuencia, pues el ganar una y otra vez despertaría
sospechas. O lo haría un blanco fácil para la delincuencia organizada: podrían
secuestrarlo para pedir un rescate; y, como la familia se había olvidado de él,
nadie lo pagaría. Era preciso actuar con bajo perfil.
Sus ropas se habían deteriorado, pero aún se
percibía que eran de buena marca. Sobretodo le ayudaba su porte: podría ser un
actor de cine, teatro o televisión venido a menos, pero con dignidad. Algunas
veces la diferencia entre un artista y un clochard
es la actitud ante la vida, pues mientras uno es creativo y está a la espera de
un golpe de suerte que lo saque de la pobreza, el clochard ya no espera nada. Más que la creatividad o la sabiduría
es la esperanza la que hace la diferencia. Porque los clochard son hombres
sabios que pueden predecir el futuro y los artistas no siempre. Aunque muchos
artistas también son visionarios que anticipan el futuro y nadie les hace caso.
Androcax deambulaba por las gradas del
hipódromo con sus documentos. Cuando nadie se fijaba en él, compraba una
quiniela y ganaba algún dinero para sobrevivir, pero con cantidades que por su
discreción no podían despertar sospecha alguna sobre él. El peligro de dejarse
llevar por la ambición era grande: la policía podría creer que tenía vínculos
con las mafias de apostadores en tanto que los malandros creerían que tenía una
familia a quién extorsionar.
Pese a ganar algunas apuestas difíciles,
pocos eran los que confiaban en sus predicciones. Y a veces lo único que había
que decirle a los apostadores era que no lo hiciesen. Apostarle al desconocido
es un albur, apostarle al favorito no sirve para nada, porque al apostar todos
por él la ganancia es mínima.
En el hipódromo ésta era una tarea bien difícil: después de una apuesta fallida, muchos acaban desplumados y aunque necesitaban de un pronóstico certero, no tenían con qué pagarlo. Androcax lo sabía. Ésta, era una tendencia definitiva. Ya nada había que hacer en el hipódromo. De modo que llegó el momento en que por no haber vendido un solo pronóstico, Androcax decidió solicitar donativos para sobrevivir. Lo esperaba un semáforo en el cruce de Amores con Avenida Félix Cuevas. A algunos donantes les predecía el futuro. A ellos les parecía divertido, pues pensaban que estaba loco o drogado. Más les valdría hacerle caso, pues al rato llegaban a la funeraria metidos en una caja. Él les informaba cuál era el peligro, quién los quería matar e incluso quién podría protegerlos. Algunos le tenían miedo, pues pensaban que era un “Halcón” de algún grupo criminal y cerraban la ventanilla del auto. Uno de ellos estuvo a punto de cercenarle los dedos.
Había un escritor que pasaba con frecuencia
por ahí y lo observaba, dado que su porte era distinguido y llevaba con
dignidad sus canas. No era un clochard cualquiera. Su ropa comprada hacía dos
décadas había sido de lujo. Ahora se notaba demasiado lavada. Era una paradoja,
se notaba demasiado lavada a la vez que se advertía que no había sido lavada en
mucho tiempo. O por ser lavada en la fuente de algún parque público estaba
percudida. Androcax se limitaba a pedirle un donativo, en tanto que el escritor
lo observaba. Le parecía conocido ¿Quién era? ¿Acaso un artista de teatro que
perdió la razón y por consiguiente el trabajo? ¿Un coreógrafo? ¿Un biólogo? ¿Un
economista? Era un poco de todos y ninguno a la vez.
Pasó el tiempo y el escritor dejó de ver al
clochard por una temporada. Hasta que el destino los volvió a reunir. El
artista lo observó, como de costumbre. El clochard le devolvió la mirada
escrutadora. El artista sacó una moneda de la bolsita que llevaba adherida al
cinturón. Era una moneda grande. Se arrepintió. La quiso guardar y tomar otra.
Pero el tacto le advirtió que las otras monedas eran de mayor valor, de modo
que retomó la moneda de cinco pesos y se la entregó. El clochard vio esto y no
se pudo aguantar. En vez de agradecer la moneda le dijo:
–Pídale protección a Joaquín Torres. Él lo
podrá ayudar en estos tiempos difíciles. Ya sabe cómo está la situación del
país. Hay demasiados malandros. Yo lo envidio a Usted, señorito. Pero cuídese,
se parece a un familiar de Carlos Slim.
La luz verde se colocó en el semáforo. El
artista tenía que reiniciar su marcha. Los automovilistas de atrás hacían sonar
sus bocinas de manera majadera y desesperada.
–Por favor, retírese de la ventana, voy a mover
el auto y no quiero lastimarlo.
–No quiero–. Dijo el clochard y se aferró al
vidrio de la ventanilla.
El artista aceleró suavemente, el clochard
insistió un poco más. Los otros automovilistas aumentaron la presión sonora que
emitían desde la bocina de su claxon. El clochard soltó por fin la ventana y el
artista se alejó de ahí, pensando en que la miseria prolongada había
enloquecido al pobre hombre, quien merecía un destino mejor sin imaginar que
quien lo merecía era él mismo.
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