Capítulo 32
Aquí estoy, encerrado en esta jaula, que ni siquiera es de oro, convertido en mascota de los reptilianos. ¡Qué ironía! Hace poco dediqué todas mis energías para ayudarlos a sobrevivir, pues creí que se iban a extinguir. Pero los dinosaurios no se extinguieron: los reptiles tienen la capacidad de camuflarse y pasar desapercibidos, con lo cual lo mismo huyen de sus depredadores que consiguen la comida y ahora tienen el poder en sus garras. Hablando de eso, ahora tengo que comer los alimentos industrializados que me proporciona mi captor, al que me niego a llamarlo mi amo, pues soy de naturaleza rebelde y lo único que amo es la libertad. Esos alimentos saben feo, están saturados de sodio, texturizados de soya y toda clase de conservadores.
Y pensar que en mi juventud estuve libre pero muriéndome de hambre, pues ya había dejado el hogar paterno y vivía en una ciudad muy alejada del nido que me vio crecer. Recuerdo que antes de iniciar mi Odisea por la vida, bastaba con desear en mi mente ojalá y mi padre me traiga una pizza para que él llegara a casa con un par de pizzas recién horneadas. Pero allá en la Ciudad de los Palacios yo no tenía ni trabajo ni dinero. No sabía pescar ni cazar. Tampoco cosechar. Sólo sabía usar mi humilde guitarra y un sombrero con el que captaba las monedas que me lanzaban algunas almas piadosas. Recuerdo que mi teatro eran los portales grises y sucios que están cerca del Palacio Nacional, frente al zócalo. Hacía frío, apenas si podía mover mis entumecidos dedos hasta que un joven de ojos rasgados me dio una moneda que superaba con mucho en valor al valor promedio de las que me lanzaba la demás gente. No recuerdo si era chino, coreano o japonés. Lo único que recuerdo es el diálogo que sostuvo con su padre:
–Si a un hambriento le regalas un pez, comerá un día; pero, si lo enseñas a pescar, comerá toda su vida.
–¿Y si es ambicioso y acaba con los peces del río?
–Por eso debes enseñarlo a pescar con responsabilidad social de manera que respete los ecosistemas.
–¿O sea?
–De manera amigable con el entorno, respetando las temporadas de veda ¿Está claro o quieres más explicaciones? Si se acaba los peces del río no volverá a pescar en ese río. Mira, en lugar de darle una moneda a este muchacho, le voy a dar esta página del periódico, en la que viene una convocatoria. Si es listo, aprenderá a pescar.
Era la convocatoria para concursar por las becas que otorgaba el Conservatorio Nacional de Música. Bendito seas señor del Lejano Oriente, que me abriste las puertas del universo: concursé, gané una beca tras otra, subí de nivel como músico, empecé tocando en bares y restaurantes, de ahí salté a la banda sinfónica de policía de la Delegación Gustavo A. Madero y finalmente fui contratado por la Orquesta Sinfónica Nacional. Aprendí a pescar y alcancé un nivel muy alto gracias a que invertí mi dinero en muchos cursos de actualización y realicé tres postgrados. Al final, fui orgulloso y desdeñé toda clase de becas, de modo que los postgrados me costaron mucho dinero y esfuerzo.
En mis ratos de ocio me gustaba ir a las faldas del Ajusco o al Desierto de los Leones a correr hasta diez kilómetros cada tercer día, al aire libre. Adoro el color verde intenso de los abetos, su olor, el oxígeno. O el color amarillento del zacate del altiplano. No hay nada como la libertad que te proporciona el ejercicio al aire libre. Pero ganaron los reptilianos. Esa arma biológica con la que traen de cabeza al mundo les vino como anillo al dedo. Ya no hay música en vivo, los niños ya no juegan al futbol al aire libre, las escuelas y las plazas comerciales parecen escenarios de películas de zombis. No hay manera de desobedecer a los reptilianos, porque ese virus sí mata a la gente. Y aquí me tienen, encerrado en esta jaula, que ni siquiera es de oro, haciendo melodías con mi clarinete y diciendo pendejadas, como si fuera yo cualquier loro huasteco.