No resisto compartirles el resultado de otro ejercicio literario que se llama "El mono imitador". En este caso, consiste en tomar como modelo a Borges y hacerle una variación a "La casa de Asterión". Disfrútenlo, creo que está divertido.
LA CASA DE ALEX
…y el gobernador
apadrinó a un chico que se llamaba Javier.
El País, México, 1º de marzo de 2016
Por Francisco González
Christen
Sé que me acusan de insensibilidad y
tal vez de cleptomanía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo
castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi domus aurea, pero también es verdad que
sus puertas (cuyo número es infinito)[1] están
abiertas día y noche a los universitarios y también a los jubilados. Que entre
el que quiera. No hallará pompas mujeriles aquí ni el austero aparato de las
universidades pero sí la quietud y la soledad. Asimismo hallará una domus como no hay otra en la faz de la
tierra. (Mienten los que declaran que en Roma hay una parecida.) Hasta mis
detractores admiten que no hay un solo mueble en mi casa, salvo mi x-box. Otra
especie ridícula es que yo, Alex,[2] soy
un prisionero. ¿Repetiré que no hay puerta cerrada, añadiré que no hay
cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la
noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de los
manifestantes, caras descoloridas y aplanadas, como la mano abierta. Ya se
había puesto el sol, pero el cascado insulto de un anciano y los toscos
discursos de los oradores dijeron que me habían reconocido. La gente gritaba,
saltaba, se amotinaba, unos se encaramaban en las escalinatas de la Plaza
Lerdo, otros juntaban huevos podridos. Alguno, creo, se enfrentó a la policía
antimotines con sus muletas.
No en vano fue un ex gobernador mi
padrino, no puedo confundirme con el vulgo, aunque mi modestia lo quiera. El
hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda transmitir a otros
hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la
escritura. Por eso odio a los periodistas. Las enojosas y triviales minucias no
tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo grande; pues yo
merezco abundancia; jamás he distinguido la diferencia entre una letra y otra.
Cierta impaciencia, imprudencia, verbal contingencia, no exhibir excesiva
ciencia y total falta de clemencia según conveniencia no han consentido que yo
aprendiera a leer. A veces deploro, porque las noches y los días son largos.
Claro que no me faltan
distracciones. Semejante al adolescente con su video juego, hago rodar a James
Bond por las galerías de piedra hasta rodar por el suelo, mareado. Lo agazapo a
la sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan él
y la interpol. Hay azoteas donde tengo un helicóptero del que me dejo caer,
hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los
ojos cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces
ha cambiado el color del día cuando he abierto los ojos.) Pero de tantos juegos el que prefiero es el
de Javier. Finjo que viene a visitarme y yo le muestro la domus. Con grandes reverencias le digo: Señor Gobernador, ahora volvemos al salón oval, sus bóvedas son de oro,
las estrellas de las constelaciones son diamantes. Hay una plataforma giratoria
que mueve el piso según la constelación del año, por eso las doce puertas. O
bien le digo ya verá Su Excelencia
cómo el Sótano se bifurca. “Por fin puedo vivir como hombre”, me responde y
reímos buenamente los dos.
No sólo he imaginado esos juegos;
también he meditado sobre la domus.
Todos los muros de la casa están recubiertos de mármol, cualquier lugar es otro
lugar. Hay un lago iluminado con luz artificial, un bosque, y una estatua
colosal inspirada en mí; son doce [son infinitos] los pesebres, abrevaderos,
patios, aljibes. El rancho es del tamaño del mundo; mejor dicho. Es el mundo.
Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con una fuente y polvorientas galerías
de mármol de Carrara he alcanzado la calle y he visto la selva Lacandona y el
puerto de Liverpool. Eso no lo entendí hasta que una visión me reveló que
también son doce [son infinitos] los puertos y los aeropuertos. Todo está
muchas veces, doce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una
sola vez: arriba, el intrincado sol; abajo, Alex. Quizá yo me he robado las
estrellas y el sol y la enorme domus
pero ya no me acuerdo.
Cada seis años entran a la domus nueve hombres para que yo los
libere de todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de
mármol y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno
tras otro caen sin que yo me ensangriente las manos. Para eso tengo a Bermúdez.
Donde cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una galería de las
otras. Ignoro quienes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su
muerte, que alguna vez llegaría mi sucesor. Desde entonces no me duele la
soledad y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara todos los
rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con más
galería y más puertas. ¿Cómo será mi sucesor?, me pregunto ¿Será un perro o
será un chino? ¿O será tal vez un burro copetón? ¿O será como yo?
El sol de
la mañana reverberó en la Magnum de cachas doradas. Ya no quedaba ni vestigio
de frutsis y gansitos.
–¿Lo
creerás, Enrique? –dijo Osorio Chong–. El prisionero apenas se defendió.
Excelente cuento, como quería Borges es esto, precisamente, que el lector juegue y juzgue con y a la historia de cada ser humano, que siempre es como la casa de Asterión, infinita, como los crímenes que es capaz de hacer cada sujeto político surgido de las cloacas de la domus de los patriarcas de Sion, muy de humor crítico y cinematográfico, me he reído muchísimo.
ResponderEliminarEn mi versión la casa de Asterión se transformó en la domus aurea de Nerón combinada con ciertos "ranchitos" del Edo Mex y Chiapas, ja ja. Me alegra haberte hecho reír. Yo también me reí mucho con el resultado. ¡Saludos!
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