Mi relación con los perros ya es antigua: hacia 1958 vi cómo un carro americano atropellaba a un perrito despistado cerca del crucero de las avenidas Miguel Alemán y Américas, acá, en Xalapa. El pobre animalito aulló de dolor aproximadamente un minuto. Su cadáver se quedó varios meses sobre la acera, que en aquel entonces estaba hecha de terracería. La avenida Miguel Alemán era una larga alameda que iniciaba en la esquina con Américas y concluía en la nueva estación de ferrocarriles. Nosotros vivíamos cerca de la Gruta de la Orquídea y la planta generadora de luz de la Comisión Federal de Electricidad ya existía. A menudo, mi padre me llevaba a la escuela a pie, o simplemente me llevaba a hacer una caminata por aquella bella alameda. Justo cuando estábamos a quinientos metros o más, como a las siete y media de la mañana, pasaba un camión de volteo que venía de la estación hacia Américas. Era un perro ratonero, pintito, blanco y negro, que corría a ladrarle al camión. Como el camionero ignoraba olímpicamente al animalito —o probablemente ni lo veía—, el camión seguía su marcha sin inmutarse, lo que enfurecía cada vez más al perrito. Esto ocurría todos los días, razón por la cual, el bichito se ponía en el camino del camión, al que alcanzaba a esquivar, cuando comprendía que ese animalote no iba a detener su marcha. Mi padre me hizo notar que ese perrito imprudente cada vez se adentraría más en la carpeta asfáltica y un día no podría escapar. Como ocurrió. Antes de ser atropellado, el perrito emitió unos aullidos lastimeros, como pidiendo piedad. Murió al instante. Solamente movía la colita para arriba y para abajo, golpeando al suelo con ella. Esto, por un lapso de tiempo que duró varios minutos.
Los vecinos de la casa que estaba a contra esquina de la planta de electricidad tenían un perro melenudo, de color pardo, tal vez de una raza esquimal o del Lejano Oriente. Era un perro muy simpático, muy cariñoso y valiente. Como nosotros y nuestros vecinos vivíamos en la frontera de la ciudad con áreas verdes naturales y no, a fines de los años cincuenta del siglo XX era frecuente toparse con varios tipos de reptiles ponzoñosos: nauyacas, coralillos y cascabeles. Un día, se metió a la casa de los vecinos una serpiente coralillo y el valiente perrito la enfrentó. Logró matarla, a costa de su vida. Yo vi cómo estiraba una de sus patitas traseras, en medio de ligeros estremecimientos. Por esa época, otra vecina, que vivía en la acera de enfrente, tenía una perrita Coolie, que se llamaba Lassie, como la protagonista de un programa televisivo que nos gustaba mucho. La Lassie tuvo crías, y una de ellas se quedó con la vecina y su mamá. La perrita, un día, se escapó de su hogar, para ser atropellada y acabar con los intestinos de fuera. El vecino de enfrente y yo la recogimos —cuidándonos de no ser atropellados también nosotros—. La metimos en una caja de cartón y la sepultamos en una de las áreas verdes que rodeaban nuestros domicilios, como si se tratara de un ser humano. Tal vez hasta les colocamos una cruz con flores. Son recuerdos traumáticos de mi infancia.
Por el otro lado, en la avenida paralela a la Miguel Alemán, la Ruiz Cortínez, había otro vecino que tenía un perro pastor alemán. Como su dueño era policía, mi padre, de broma, me decía que era un perro policía. El animalito se llevaba muy bien conmigo y se parecía a Rintintín, otro perro actor de televisión. Una celebridad, sin duda. También era una celebridad reciente la perrita astronauta soviética de nombre Laika, quien murió quién sabe cómo en una nave espacial. Volviendo al perro policía, recuerden que habitábamos en la frontera de la ciudad con muchos llanos y áreas verdes. Alguien dejó un cabrito pastando frente a la casa del policía y el can lo atacó sin piedad.
Mención especial merece el Bongó, la mascota de Marie-Louise Ferrari, quien creo que fue la primera directora de la Alianza Francesa en Xalapa. Ella era muy amiga de mis padres, de modo que a cada rato la frecuentábamos. Es más, cuando mis padres se fueron a Fontainebleau a realizar no sé qué clase de trabajos o estudios, yo me quedé a vivir en la casa de esta señora por un mes o dos. El Bongó era un perro negro con una mancha blanca en medio del pecho. Era una cruza de Boxer con Dobermann. Tenía el carácter amigable de los Boxer y también el hocico chato; sin embargo, a la hora de batirse contra otros perros, era de una bravura excepcional: en la colonia Aguacatal no hubo perro que lo venciera, por grande y fiero que pareciera ser. Al Bongó le tocabas una melodía en la flauta y le decías “chant” (“Canta”, en francés) y el animalito estiraba el cuello y dirigía la cabeza hacia el cielo y aullaba con mucho sentimiento, con una técnica y sonido muy similar al de cierta cantante del Coro de la Universidad Veracruzana (cuyo nombre me reservo, para evitar malos entendidos). Creo conveniente hacer una elipsis hasta cuando vivía en la Ciudad de México, hacia 1973. Yo era becario del Taller de Composición Musical de Bellas Artes, cuya sede estaba en el Conservatorio Nacional de Música. Eran mis tiempos de “estudihambre”, tenía que estirar la beca y el poco dinero que me enviaban mis padres. Además, seguía el ejemplo de Beethoven y Manuel M. Ponce, quienes solían pasear por el bosque y desde el conservatorio hasta la estación del metro de Chapultepec, por la avenida Reforma, está nada más y nada menos que El Bosque de Chapultepec.
Más o menos, a la altura del Auditorio Nacional, hay un área que pertenece al Ejército Mexicano, tal vez es un campo para ejercer la equitación. El caso es que, una noche, entre 20 y 21 horas, pasaba yo por ahí, armado de una vieja gabardina, tal vez heredada de mi abuelo Pepe, y un paraguas semidestartalado. En eso, me enfrentó un despreciable perrillo, que me empezó a ladrar de manera completamente neurótica. El susto que me puso, me irritó y blandí el paraguas como un florete. Entonces, el perro se asustó, y ladró con desesperación, ante lo cual aparecieron seis perros del tamaño del Bongó. Tuve que convertirme en un Dartagnan para tirarles embistiéndolos con la punta de mi espada ficticia, cuidándome de no hacer «touché», pues entonces esos perros ferales se darán cuenta de que mi espada era un fraude. Esto se repitió por varios segundos, repeliendo ataques por los flancos, por la retaguarda y logrando escapar por la vanguardia. Afortunadamente, los perros callejeros me dejaron en paz.
Mucho tiempo después, ya casado y con hijos, adoptamos al Perry, un perro ratonero, pintito, blanco y negro, similar a los que atropellaron al inicio de estas memorias. Era todo un show ver cómo meneaba la colita. O, más bien, lo poco de colita que le dejaron los humanos. Así me lo dieron. Si por mí fuera, no habría permitido esa operación. En aquella época, vivíamos en la colonia Salud, de Xalapa. El Perry era la adoración de mis hijos. Un día se cayó de la azotea y como si nada. Tal vez era tan pequeño que la ley de la gravedad lo atrajo con suavidad al suelo sin dañarlo. Al Perry le encantaba ladrarle a la gente y a otros perros en el zaguán metálico de la casa. Como era de metal, cada vez que el Perry saltaba y lo golpeaba con sus patitas, hacía un gran estruendo y hacía correr incluso a perros mucho más grandes. Un día, mi niña, de apenas seis años, tuvo a bien sacar a pasear al Perry, justo en el momento en que pasaba por ahí un perro más alto que ella. El Perry, temerario, se lanzó a agredir con sus ladridos al perrote, el cual, para fortuna de mi hija, era un perro civilizado que despreció olímpicamente los insultos de mi mascota y pasó de largo sin mayores incidentes.
La casa de la colonia Salud tenía algunos inconvenientes. Entre otros, mi hija padecía asma y era un inmueble lleno de hongos, razón por la que, en cuanto pude, construí otra, lejos de ahí, en un lugar mucho menos húmedo. Fuimos los pioneros del fraccionamiento. Yo podía cruzar un área verde, hacia la avenida que pasa cerca de mi actual domicilio, y trasladarme a pie hasta el puesto de una pollera, quien tenía un perro pinto, con manchas blancas y negras, pero diez veces más grande que el Perry. Era un animal que no agredía a los humanos, parecía muy tranquilo. A mí no me gustaba que el Perry me siguiera hacia ese rumbo. Siempre ponía cara de mártir cuando no lo dejaba acompañarme. Sucedió que un día cedí al chantaje emocional y permití que el Perry me siguiese hasta el puesto de la pollera.
—Deme una pechuga cortada en cuatro milanesas, por favor.
—Sí, por supuesto. Aquí está. Son cuarenta pesos. —Aquí tiene. ¿Y su perrito?
—¿Dónde está?
—Es aquel que está tirado en la avenida. Como a 500 metros. Había salido huyendo, en silencio, mientras el otro perro fue tras de él, en silencio, hasta que lo alcanzó y lo mató.
Me quedé sin ganas de tener más perros. No obstante, mi hija, aún una niña, llegó con una perrita peludita, de color pardo, a la que bautizamos como “la Chirris”. Era muy simpática y cariñosa. También se lanzó desde una azotea de un piso. Era más grande que el Perry. Se quedó como noqueada. Tras unos segundos, se levantó, se sacudió y nunca más volvió a lanzarse desde una altura semejante. En aquel entonces, yo tenía un pequeño huerto, donde armé un sembradío de acelgas. La Chirris entraba y rascaba la tierra, arruinando mis surcos, de modo que le construí un muro, para que los dejara en paz. Ella pensó que era un reto deportivo y, como diciendo “mira de lo que soy capaz”. Tras mirarme y tomar vuelo, corrió y brincó mi orgullosa barda. Desistí de tener ahí mi huerta, hasta que construí el cuarto desde cuya azotea se lanzó. A la Chirris la cuidamos y vivió más de doce años. Al final de su vida, perdió la vista. Pobrecita.
Por esas fechas fue que mi hija, de once años de edad, aproximadamente, salía a correr por las noches. Apenas se había metido el sol tras las montañas, hasta que un día salió de la casa de un vecino un perro pastor alemán y en un segundo estaba brincando con idea de morderle la yugular a mi niña. No pudo matarla, porque ella interpuso su brazo, pero la bestia logró hundirle un colmillo de casi dos centímetros en su carne. Afortunadamente los vecinos salieron a tiempo a calmar a su fiera y yo a denunciarlos. No fue necesario. Si bien taparon el pozo después del niño ahogado, pagaron la operación y todo el proceso de recuperación. Pero mi niña tuvo que soportar el dolor de la mordida, la anestesia, las costuras y, sobre todo, las vacunas antirrábicas. Una vez que mi niña fue dada de alta. Los vecinos se cambiaron de domicilio y nunca más los he vuelto a ver.
Otro vecino canófilo al que no he vuelto a ver es al que tenía un perro Coolie, como Lassie, que llevaba el nombre de un personaje histórico de la patria mexicana, cuyo nombre me reservo, pues se dice el pecado mas no el del pecador. Este tipo, que llegó al fraccionamiento varios años después que nosotros, tenía la costumbre de dejar a su Prócer suelto para que agrediera a todos los que pasábamos caminando por ahí. Ustedes ya saben que si tengo un objeto en la mano, puedo convertirme en un espadachín en defensa propia, estrategia y táctica que repetí una y otra vez, hasta que tomé un curso de psicología neurolingüística, donde me enseñaron a negociar en otro plano. En vez de tirarle palos y piedras al prócer, se me ocurrió comprar en la tienda de la esquina cien gramos de jamón y donárselos a mi adversario canino. Éste, al principio, los miró con desconfianza. Se acercó a las viandas con precaución, las olfateó, percibió que no tenían algún veneno y se las comió. En seguida, hizo un movimiento con la cabeza, similar al de los agentes de tránsito cuando les das su ‘mordida’ y el perro me dejó pasar. Nunca más me hostigó. El dueño se enteró de lo que había sucedido y arrancó en un ataque de histeria, bajo el cual maltrató verbalmente y quizá también con castigos físicos al pobre can. Y, al poco tiempo, se cambió de domicilio.
Desde luego que éstas no son todas mis anécdotas en torno a los perros, pero creo que ya es prudente cerrar estos recuerdos. No hace mucho, fui a cenar a un restaurante que recientemente se convirtió en ‘Pet friendly’. El sazón de este lugar es delicioso y la música que lo decora es de muy buen gusto. Estaba saboreando mis manjares, hasta que entró una familia con tres perros enormes y apestosos. Muy civilizados, es verdad. Pero apestosos. Uno de ellos era lanudo, como el de la canción que dice ‘quítate ya de aquí perro lanudo…’. El Paters Familia de aquella manada de humanos y parientes de lobos y coyotes todavía me miró y me sonrió. Mi esposa y yo nos tuvimos que cambiar a otra mesa, lejos de ahí. Pero la peste canina nos seguía hasta el otro lugar. Seguros de que era el plan de un negocio rival para arruinar aquel bello restaurante, le escribimos un mensaje a la dueña. Yo recuerdo que en muchos establecimientos hay un letrero que dice ‘prohibido entrar con mascotas’. Nos contestó que su sitio era ‘Pet friendly’ y pues ya qué le vamos a hacer. Tal vez la dueña debería pensar en un local exclusivo para amantes de los perros. Yo me pregunto ¿Qué pasará si junto al amante de los perros y sus mascotas se sienta un amante de los felinos?
Ayer o anteayer, un cibernauta preguntó por el Facebook que qué se hacía si el perro del vecino se la pasaba ladrando las 24 horas. Yo le aconsejé que le diera un bisteck con vidrio molido y no me la acabé. Al P****o Facebook le pago dinero para que anuncie mis negocios y a cada rato me amenaza con cerrarme las cuentas porque, según ellos, violo más de 20000 normas comunitarias y este comentario, que emití en tono de broma y sin monetizarlo, se ha viralizado. Claro, para hacerme sujeto de un linchamiento mediático. La verdad es que me pasé de la raya con ese comentario. Yo nunca he dado alimentos envenenados a los perros, por más que deteste a algunos de ellos, ni lo haré. Tampoco a sus dueños. Como dijo Juan Rulfo: ‘¿No oyes ladrar a los perros?’
Algunas partes de este texto podrían interpretarse como insensibles o incluso crueles hacia los perros. Yo expreso mis experiencias y opiniones sin ánimo de ofender a los amantes de los animales, sino de hacerlos reflexionar: es una irresponsabilidad dejarlos en la calle, pues estos animalitos pueden sufrir un horrible accidente o pueden hacer mucho daño a otras especies, incluida la humana. No se hagan como el Tío Lolo y malinterpreten algunas de mis bromas o comentarios sarcásticos. Más que buscar lo inapropiado de mi lenguaje, autoanalícense y vean si ustedes están entrenando a sus perros para atacar a la humanidad, porque dentro de sus corazones albergan algún resentimiento. En ese caso, dejen de maleducar a sus mascotas y busquen la ayuda de algún especialista. De la escuela que sea, psicoanalista, neurolingüista, conductista, de la Gestalt. La que sea, pero no sigan por ese camino: el día que uno de sus canes mate a una niña, un niño o incluso a un adulto, no se la van a acabar, ustedes serán los responsables ante la ley y su mascota tendrá que ser sacrificada. Espero que quede claro que no estoy promoviendo o sugiriendo acciones que puedan causar daño o sufrimiento a los perros y me retracto de la broma de mal gusto que emití hace unos días. Pónganse también en los zapatos del vecino que no puede dormir ni trabajar en casa porque la mascota de ustedes se la pasa ladrando las 24 horas.