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CAPÍTULO I.
Víctor Castelán, al buscar las causas
de sus conflictos interiores, se daba cuenta de sus carencias teóricas, pues
creía que con el materialismo dialéctico podría resolver cualquier clase de
problema, incluídos los psicológicos y la búsqueda del amor. “He leído literatura
revolucionaria,” pensaba. “Pero no la parte teórica y básica del socialismo
científico”. Él y los de la brigada salieron a entrevistar a muchos conductores
del transporte público. Los resultados fueron desalentadores: los choferes
parecían mostrarse conformistas; o, de plano, recelosos y pesimistas. Raquel
creía que se debía a que no estaban bien hechas las entrevistas, pero Víctor no
podía más. Sentía que su personalidad se derrumbaba y se desmoronaba sin ver
salida alguna. Cuando trataba de resolver sus conflictos interiores, lo único
que hacía era cometer un error tras otro. No encontraba la salida; lo único que
cosechaba, era la desilusionante conclusión de que los obreros desconfiaban de
los estudiantes sin preocuparse por ocultar su recelo. No podía resolver sus problemas y empezaba a
considerar la posibilidad de retirarse de la brigada; Julián, su amigo, también
estaba en una crisis similar: pertenecía a una acaudalada familia de la colonia
Polanco, vivía en constantes fricciones con ella, se negaba a llegar temprano a
casa, a no escuchar Radio Habana y a dejar de leer. Su madre lo amenazó con
sacarlo por medio de la policía si volvía a llegar entrada la noche.
Víctor
estaba nervioso, pues el día anterior, en el coche de Raquel, Carlos le había
dicho que iban a juzgar a unos líderes del movimiento estudiantil del 68. Eran
los que unían al grupo de Víctor Rico Galán, un famoso periodista izquierdista,
con el funesto 2 de octubre del 68. Víctor Castelán portaba unos lentes de
arillo metálico, hexagonal y de cristales verdes, para verse a la John Lennon,
pues estaba un poco acomplejado por saberse mestizo. Siempre vestía con
pantalones acampanados y ropa de color chillante. Envidiaba las barbas de Fidel
Castro, pues a él sólo le crecía una incipiente piochita. Rondaba los veinte años de edad, en tanto que Raquel era
una mujer joven, de veinticinco años, delgada y de ojos rasgados con los que
podría pasar por una agente de la China comunista.
Pero
las cosas no se revolucionaban con la rapidez que él deseaba; y, aun así, todo
cambiaba: las actividades de la brigada tarde o temprano se reanudaron. San
Pedro Xalostoc era el objetivo. Cercano al Distrito Federal, este polvoso
pueblo estaba lleno de fábricas, chimeneas humeantes y un montón de fierros
oxidados. Las calles eran de terracería; cuando llovía, se convertían en unos
lodazales repulsivos, y cuando no, era el polvo y el humo lo que se respiraba
en ese lugar. Ahí estaba Raquel, charlando con unos obreros, escogidos casi al
azar. Era persuasiva. Consiguió el nombre y domicilio de Monleón, un chofer que
pronto estaría reclutado al movimiento. Este hecho reanimó no sólo a Víctor,
sino a Julián, a Rosa y a todos los miembros de la brigada. Parecía que al fin
estaban rompiendo el hielo que existía entre la clase trabajadora y los
estudiantes.
Los de
la brigada se reunieron en el parque “Hundido” del Distrito Federal. Era un día
luminoso, por la mañana. Las tórtolas enriquecían el ruido ambiental con sus
cánticos, que alternaban con el rumor de los neumáticos y las hojas de los
árboles mecidas por el aire de la otrora región más transparente del mismo.
Bueno, ya está suave, dijo Pedro, vamos a empezar de una vez. Raquel se colocó
sus lentes.
–Orden del día –dijo Raquel.
Se
entabló una larga polémica, sobre si debía iniciar Raquel, o si ya se estaba
burocratizando la brigada, que si había que votar por alguno de los otros «ponentes»,
que si someter a votación el tema era democrático o una práctica
pequeño-burguesa, etc., etc. «Por eso la teoría de la huelga de masas de Rosa
Luxemburgo no condujo a nada» pensaba Julián. «No hay duda de que el método
vertical de Stalin era mucho más eficiente». Tras de una hora de discutir el
tema, se acordó por mayoría de votos que Raquel leyera su orden del día, la
cual estaba estructurada en una serie de puntos. Apenas dijo una frase y se
detonó otra discusión de largos vuelos. Se debatía cuál debía ser el primer
punto. Me parece absurdo discutir eso ahora, interrumpió Emilio el debate. Es
un problema epistemológico que lleva discutiéndose hace dos mil años y no creo
que puedan resolverlo aquí y ahora. Y aunque la discusión la ganara Pedro ¿Cómo
vamos a saber qué es lo general? ¿La huelga de Xalostoc? ¿O el asunto de Vìctor
Galán? Por eso creo que es mejor empezar con los asuntos tal y como los trae
Raquel, dijo Víctor ¿Pero cómo no vas a saberlo? Dijo Pedro. La información es
lo general.
–Oye
–le preguntó Rosa a Emilio –¿Cómo dijiste que se llamaba el problema?
Rosa
no parecía ser hermana de Raquel. «Rosa» era su alias. Su nombre verdadero,
Julián, Mauro y Víctor nunca lo supieron. El seudónimo había sido elegido en
honor a Rosa Luxemburgo.
–Epistemológico
–Respondió Emilio, con gran autosuficiencia.
–Gi,
gí –¡Cada palabra que inventas! –Dijo Rosa–. Pues yo creo que Pedro y Víctor no
están de acuerdo con el método, pero veo que están de acuerdo en que se
comience por la información.
¿Es
necesario seguir boteando en los
camiones? Lanzó Raquel la inquietante pregunta. Se informó que Mauro estuvo a
punto de ser detenido por la policía: cuando arengaba a los pasajeros de un
camión, un agente del orden lo tomó del brazo. El camión del servicio urbano
estaba repleto de pasajeros. Era una hora pico. Venga conmigo joven, ¡jálele!
Dijo un policía, sujetando con fuerza a Mauro por el brazo ¡Suélteme! Mauro
movió el brazo de arriba hacia abajo varias veces hasta zafarse y saltó del
camión en plena marcha. El chofer cerró la puerta cuando el policía iba a
saltar y no frenó, a pesar de los timbrazos del oficial, hasta que había
transcurrido un kilómetro y así abortó la persecución.
Se
llegó al acuerdo, dijo Raquel, que los trabajadores debían botear, pues así los estudiantes podremos organizarlos mejor y
ponerlos en contacto con otros grupos de obreros en lucha. Es un acto de
cobardía pequeño-burguesa que ellos se expongan y que nosotros nos limitemos a
dirigirlos, protestó Carlos. «Desgraciadamente», respondió Raquel, «nosotros
somos la conciencia de la clase obrera. Ellos están enajenados, no están
conscientes de su situación. No podemos darnos el lujo de que la policía nos
capture. Pero necesitamos del dinero del boteo para mover la organización».
“Botear”
era un verbo acuñado para describir la actividad de realizar una arenga pública
contra el sistema y pedir una colaboración económica para poder enfrentar al
aparato de Estado. El dinero se depositaba en unas latas de leche en polvo
vacías, la tapa tenía una ranura, a modo de alcancía. Los brigadistas a menudo
se sorprendían por la cantidad de gente que cooperaba con ellos: ancianas, amas
de casa, burócratas, niños, obreros. Era evidente el malestar de la población
con el gobierno en turno. A menudo las ancianas les daban unas escasas monedas
acompañadas de muchas recomendaciones y apoyo espiritual.
–Cuídense
mucho jóvenes, y que la virgen los proteja– dijo una viejecita al otorgar su
cooperación, acompañando su donación con una temblorosa persignada. A Emilio le
parecía más valioso este gesto que los pocos centavos otorgados por la mujer
octogenaria.
Tras
otro largo y difícil debate en pro y en contra, donde brillaban discursos tanto
de los duros como de los moderados, Raquel avanzó un poco más en su programa.
El tercer punto, dijo la muchacha, mirando a todos desde sus lentes de lechuza,
se trata de una crítica a una asamblea a la que asistieron Carlos, Julián y
Víctor.
Los
aludidos, por primera vez, permanecieron quietos, sin debatir. Estaba genial la
música de fondo, recordó Carlos, rompiendo el silencio. Sí, dijo Julián. Me
parece que era el Bolero de Ravel. El
auditorio donde se llevó a cabo esa asamblea era el de un conocido sindicato de
electricistas. Estaba alumbrado casi en penumbras, un tanto sucio y abarrotado
de todo tipo de proletarios, excepto un señor de lentes de arillo metálico
dorado, bien peinado y vestido con una camisa de rayas blancas y azules verticales,
planchada con pulcritud; sin duda, era rico y estaba fuera de lugar. La música
del célebre compositor francés había sido puesta como un reiterado fondo
musical, mientras llegaban a la palestra Valentín Campa, Demetrio Vallejo, los
líderes del SNTE y del Sindicato Mexicano de Electricistas. Una bailarina
danzaba sobre el escenario. Era una líder estudiantil del 68 excarcelada. Luis
Echeverría la liberó al tomar posesión como Presidente de la República. Sus
piernas estaban algo rollizas y aclaró que le engordaron durante la prisión, lo
cual era un duro castigo para ella. La mujer giraba a modo de que el vestido
volara y dejase ver sus muslos. Un orador había recomendado que los
espectadores prestaran atención a sus piernas, pues estaban marcadas con las
cicatrices que los torturadores le habían provocado.
Carlos
tomó la palabra, para informarnos de lo que le hacían los malvados patrones a
los pobrecitos obreros y dijo que el primer orador se la pasó tres horas
hablando, que no propuso ningún medio de lucha y que por eso la asamblea se
desmanteló. De por sí, ya estaban aburridos de oír el Bolero de Ravel una y otra vez. Es una lástima, pues ahí se iba a
concertar una alianza entre camioneros, ferrocarrileros, una tendencia
democrática del SNTE, los electricistas independientes, los estudiantes y los
obreros concientizados; por cierto, el otro error fue dejar hablar al líder de
los maestros antes que a Valentín Campa, pues lo único que hizo fue darse
golpes de pecho y ya no quedó nadie. La sala se vació. Es verdad, dijo Víctor.
Ninguno de los brigadistas oyó a Campa. Tuvimos que retirarnos, aburridos de
tanto sentimentalismo. Cuando Julián me estaba sugiriendo que nos retiráramos
una voz gritó «¡Un policía! ¡Un policía!» Alguno de los oradores identificó al
hombre de la camisa de rayas azules como un soplón del gobierno y se armó un
tumulto. En eso, dijo Julián al oírse aludido, uno de los líderes tomó la
palabra y pidió calma. Dijo que se trataba de un acto de sabotaje. Otra voz
pidió linchar al supuesto delator.
–¡Es
un provocador! –Arengaba un orador– ¡No caigamos en la tentación de
maltratarlo! ¡Eso es lo que están esperando para entrar a reprimirnos!
Campa
hizo que se suspendiera la asamblea hasta que se calmaran los ánimos, dijo
Julián. Como nos pusieron de nuevo el Bolero,
y el intermedio se hacía cada vez más largo, les dije que nos fuéramos. Víctor
quería seguir oyendo el Bolero y
tuvimos que esperarnos hasta que se acabó. Ya ni la friega. Sí manito, ya ni la
chingas, dijo Carlos, dándole un pequeño golpe a Víctor.
–Ja,
ja, ja –Rieron a coro todos los brigadistas.
El
penúltimo punto de Raquel giraba en torno a Monleón, un chofer que no sabían si
era de los suyos o un infiltrado. No lo podemos «cortar» pues es dice ser
nuestro más fiel seguidor, dijo. Al menos, en apariencia ¿Qué hacemos con él?
Yo pienso que nos está saboteando, intervino Julián ¡No hay tiempo para pensar!
Dijo Raquel, afligida porque llevaba varias horas exponiendo los puntos de su
orden del día. Bueno, ahora pasemos al tema de la Comisión de Seguridad ¡Pero
ya, porque ya me quiero ir! ¿Comisión de seguridad de qué? ¡Hay que analizar! Dijo
Pedro. Si analizamos nunca vamos a salir de aquí, protestó Raquel.
La
comisión es para los seudónimos, dijo Víctor. Para que no nos reconozcan «los tiras» y para la coartada si nos
agarran ¡Exacto! Dijo Raquel ¿Alguno ha pensado qué nos pasará si caemos en
manos de la policía? N’ombre ¡Quién
se va a fijar en nosotros! Si estuvieramos haciendo guerrilla, estaría de
acuerdo, dijo Pedro.
La
sesión concluyó. Nadie se resistió a preguntarle a Pedro porqué hablaba como
cubano si era de Sonora. La explicación que dió es que estuvo como voluntario
en Cuba cortando caña por más de dos años. Y se le pegó el acento. Los
brigadistas de los niveles inferiores estaban deslumbrados. Al principio de los
setenta eso deba mucho prestigio; algunos, incluso hasta secuestraban aviones
para poder asilarse en la isla caribeña.
Víctor,
por su parte, quería meditar más y más sobre lo que ahí había pasado. Sentía
que se estaba quedando al margen de los acontecimientos. Se despidieron. Él,
Mauro y Julián se fueron en grupo a visitar a la profesora Ruth. Fue en el
departamento de ella donde se conocieron Julián y Víctor. Ambos buscaban
afiliarse a un movimiento socialista hasta que Ruth los citó a una reunión, por
la noche. Era un sábado de 1971 y fue en ese lugar que conocieron a Iñaki, a
Josefina, a Max y a Lolita.
Josefina
y Víctor ya se conocían desde la infancia. Pero sólo fueron amigos durante un
año. Josefina se fue a vivir a otra ciudad. La soledad invadía a Víctor, quien
creyó que al reencontrarse con su antigua amiga podría encontrar el amor. Hacía
unos meses atrás que la había visitado, con el pretexto de ir en busca del
movimiento socialista. El reencuentro fue bastante descorazonador para Víctor.
Josefina era la pareja de Iñaki; al menos, éste parecía ser su novio, pues
aunque ni se abrazaban, ni se besaban, ni se tomaban de la mano, sí dormían juntos,
lo cual no dejaba lugar a dudas respecto al nivel de relación íntima que
sostenían. Iñaki era un poco pedante, pero deslumbraba a todos narrando un
cuento, fruto de su inspiración. La historia iba bien, hasta que de pronto,
decayó su calidad y Max estalló en risas.
–Ahí
estaba la puta, frente al bidé, abierta de piernas –decía Iñaki, sin poder
concluir su relato, a causa de las risas.
La
señora Ruth, en cambio, no sonreía, y con la lengua, hacía ruidos de
reprobación. Iñaki no pudo concluir su relato porque estaba muerto de la risa.
A ruego de Josefina, narraron, o más bien, actuaron un chiste que duró media
hora. A pesar de su larga duración, el relato no dejaba distraerse a nadie, y
hacía reír todo el tiempo a la concurrencia.
–Me
caes muy bien –le dijo Julián a Iñaki, cuando éste terminó su relato–.
Deberíamos reunirnos más seguido.
–Me
parece buena idea –respondió Iñaki– ¿Qué te parece si intercambiamos
direcciones?
De
esta manera, los nuevos amigos iniciaron una serie de visitas a la señora Ruth,
todos los sábados, por la noche. Junto a las creaciones literarias de ese
curioso par, sonaba la cuarta sinfonía de Mahler y la profesora los agasajaba
con varios litros de té de jazmín.
Iñaki encontró
a un gran amigo en Julián y aceptó ingresar a la brigada. Asistió a las
reuniones de «praxis política» y escuchó a Monleón, un chofer. Las relaciones
de la brigada con los trabajadores le dejaron una sensación de insatisfacción.
Puso el dedo en la llaga: insistió en que la brigada debía prepararse en el
campo de la teoría. Esto trajo consigo ríspidas discusiones con Raquel, quien
tenía una mentalidad pragmática. Para sorpresa de Víctor, Emilio entró a la
discusión apoyando a Raquel. Porque Emilio estaba consciente de las carencias
teóricas de los demás brigadistas y a menudo hacía hincapié en la necesidad de
hacer ciertas lecturas, como los libros de Althusser. El debate fue uno de los
más reñidos en la historia de la brigada. Pasaron las horas y la balanza no se
inclinaba por ningún lado, hasta que Emilio decidió tomar una decisión
draconiana.
–De
seguir así –dijo, enojado–, la brigada tendrá que dividirse en un grupo teórico
y en otro práctico.
Como
Julián estaba deslumbrado por Iñaki, lo obedecía cada vez más y dejaba de
asistir a la brigada, para sorpresa de Mauro y de Víctor, los brigadistas más
afines a él. Llegó el momento en que la madre de Julián le prohibió a su hijo
salir a cualquier lugar que no fuese la escuela. Estaba becado y le faltaba un
año para ingresar a la universidad. Trató de seguir como becario, pero
desobedeció las duras reglas impuestas por su madre, quien, en un arrebato de
ira y para castigarlo, logró que le quitaran el estipendio, pero no consiguió
doblegarlo: Julián se fue a dormir al departamento de Iñaki mientras que éste hacía
cada vez más atractivas las reuniones en casa de la profesora Ruth; ella, con
su hospitalidad, contribuía a que las sesiones se alargaran hasta la media
noche: les servía café colombiano, té de jazmín, galletas y una multitud de
platillos deliciosos, servidos en vajilla de porcelana china.
En uno
de los muros de la pequeña sala, había un poster que tenía un eslogan: «Los
setenta, ¡qué suerte de vivirlos!» Contrastaba la belleza de la frase con la
imagen de un soldado norteamericano encañonando por la sien a una anciana
vietnamita y llorosa. Fue cuando Víctor conoció a Lolita, la hermana menor de
Max. No se parecía en nada a la Lolita de Nabokov, salvo en que era rubia y
menor de edad. Ella era casi enana, tenía cuerpo de niña y vestía a la usanza hippie, casi como Janis Joplin; su
hermano, en cambio, vestía de saco sport de pana y fumaba pipa con tabaco
aromático. Lolita se moría de ganas por ir al festival de rock de Avándaro y
todos la trataban con indiferencia. Sin pensarlo mucho, invitó a Víctor,
pensando que él sería su cómplice en tal aventura.
–Oye maextro –dijo Lolita –¿Te pasa el rock?
–Bueno,
sí. Me gusta –respondió Víctor, con toda la diplomacia que pudo proyectar.
La
verdad es que los gustos rockeros de Víctor eran anticuados. El último acetato
que había oído con interés era el primer disco de los Doors. Ni siquiera había escuchado con atención las producciones
posteriores de este afamado grupo. La música de Janis Joplin, Led Zeppelin o de Jimmy Hendrix le
parecía una verdadera tortura auditiva. Tal vez la estancia en la facultad le
había modificado los gustos.
–Los toquines de Hendrix son verdaderas
manifestaciones contra Ronald Reagan, maextro
–le decía Lolita a Víctor.
–Vámonos
a Avándaro –decía Lolita–. Además del festival de rock va haber una carrera de
motos, es buena onda.
“La
mesa está servida” pensó Víctor. “No puede ser verdad tanta dicha. Esta chava
está liberada y me está invitando sin cohibirse a la aventura. Puedo llegar muy
lejos. Lo que no me gusta es su estatura. Se me hace que es una niña y si es
así, me voy a meter en muchos líos si le sigo la corriente”. Órale, llégale maextro y nos vamos aunque sea tú y yo
solos. Pero… es que apenas te acabo de conocer y no sé ni qué onda. Ya vas, te vas a arrepentir. Ella se ofendió, pero Víctor
no le dio mayor importancia al incidente.
NOTA:
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