MARÍA LA VOZ
Relato de Francisco
González Christen
Mis
compañeros de la escuela de teatro me invitaron a un performance en una vieja
casona del Paseo de la Reforma, en el Distrito Federal. Todo estaba oscuro,
había mucha gente en esa mansión de fines del siglo XIX. Todos intelectuales,
artistas, críticos y pousseurs. Al
centro de la sala estaba un féretro con la tapa abierta para que se pudiese ver
a través de una ventana el rostro de la actriz que ahí representaba su papel.
–¿No la reconoces? –Me dijo un
amigo.
–No ¿Por qué tendría que conocerla?
–Quizá es un familiar tuyo.
La
observé. Tenía la nariz algo larga, como las de mi madre, mis primas y mis
hermanas. Pero no. No la conocía. Estaba demasiado joven para ser una tía
lejana. Observé una plaquita explicativa que estaba al pie de la obra, que a
modo de título decía «Aquí yace la vanidad». Sentí un escalofrío, porque era
tan real la obra que parecía un funeral de verdad. Pero en un ritual así sería
de mal gusto colocar semejante leyenda, por respeto a la difunta, salvo que el
familiar que la colocó la odiase y estuviese fastidiado con esos arranques de
vanidad.
Mis
padres siempre han sido ateos y cientificistas, de modo que nunca me dieron una
explicación satisfactoria sobre algunos eventos de mi vida que me parecían
extraños y se salían de lo cotidiano. Como, por ejemplo, cuando en mi pubertad
me llevaban al Puerto de Veracruz, hacia 1962. A menudo descansábamos en el
Parque Zamora, donde había un kiosco donde vendían nieves y había una rocola
donde salía la voz de María La Voz, también conocida como «La Voz de Ébano».
Esta mujer cantaba una melodía cuyo texto era una arenga contra el racismo. Yo,
de genes europeos, quedé impactado por la verdad de aquel discurso. Un hombre
moreno, al ver que mis padres no respondían satisfactoriamente mis preguntas,
se acercó a mí y con el permiso de ellos me empezó a explicar el porqué de esa
canción. En seguida el cajero de la nevería se nos acercó y les dijo que no lo
dejaran hablar, que María La Voz era una bruja y absorbía los éxitos futuros de
sus víctimas para emplearlos en provecho propio, porque era una cantante
mediocre. A mí no me pareció tal cosa. Todo lo contrario: me di cuenta que «La
Voz de Ébano» era una voz profunda, sensual y entre más oscura, más fascinante.
–Al niño le gustó la música, ¿Por
qué no le dicen la verdad? –Dijo el hombre de piel morena.
–No le gustó –Dijo el cajero.
–Sí me gustó –Dije.
–¡Váyanse de aquí y háganle una
limpia a su hijo! –Dijo el cajero.
Mis
padres pagaron la cuenta y nos retiramos del lugar. A ellos les divertía el
suceso, tratando a los dos tipos como a un par de locos. Por supuesto que no me
llevaron con algún brujo de Catemaco
para que me hiciese la limpia. Pasó el tiempo y “La voz de Ébano” dejó de sonar
por la radio. Tampoco aparecía en la televisión. En su lugar entró la «Ola
inglesa», con los Beatles por
delante, seguidos de los Rolling Stones,
los Kinks, The Herman Hermits y muchos más, seguidos por otros rockeros
norteamericanos hasta llegar a Alice Cooper, Led Zeppelin, Jimmy Hendrix,
Chicago y Pink Floyd, entre otros, quienes borraron del mapa a los músicos
«vernáculos» mexicanos. Ya nadie quería escuchar música cantada en español.
Todo
lo anterior no tendría importancia, de no ser porque, varias décadas después
del perfomance-funeral me encontré con una convocatoria en el periódico donde
daban un premio al productor que llevase a escena una obra basada en la vida de
María La Voz. Las últimas tres obras que yo había producido fueron un desastre
financiero. Me urgía el dinero para pagar las deudas adquiridas y si ganaba ese
premio las cubriría todas. Cuando empecé a convocar a mi crew no faltaba quien me hiciese bullying a causa de ser un blanco intelectualoide rindiéndole homenaje a una negra de extracción popular.
Pero esos dardos en vez de desanimarme me convencían más de la necesidad de mi
proyecto, pues ya no se trataba solamente de ganar dinero: cada vez que uno de
esos comentarios me hería, yo confirmaba la verdad de los versos de la canción
que escuché al final de mi infancia en la rockola. La lucha contra el racismo
cultural me dio una fuerza insospechada y mi proyecto pasó por encima de los demás.
Después me enteré que tuve oponentes muy fuertes, apoyados por Doctores en
Antropología. Pero, al hacer la investigación, cuando entrevistaba a los
familiares de María La Voz, ellos me prefirieron. Incluso me pareció escuchar
que desde otra habitación dos de ellos discurrían y decían “es él, es el
elegido”.
El
proyecto marchaba muy bien. Tras de haber ganado el premio inicial, conseguí un
segundo apoyo gubernamental y gané unos
niveles de audiencia en los medios de comunicación que le permitieron a mi
proyecto eclipsar la fama de Luis de Tavira por una larga temporada. Parte de
la fuerza de mi proyecto es que logré convencer al mejor dramaturgo de América
Latina que me escribiese el libreto para la obra. Y ¡O maravilla! No me cobró
ni un centavo. Me dijo entre gitanos no nos vamos a leer la mano. Pero cuando
tenga un excedente de regalías, lo invito a que se acuerde de mí.
Aproveché
para darle un chance a mi hija, quien estaba a punto de egresar de la carrera
de teatro. Desde mi punto de vista era una oportunidad de oro: iba a debutar
llevando el papel principal de una obra escrita por el Shakespeare mexicano,
producida con harto dinero y en la cresta de la ola de un tsunami de noticias
culturales y del espectáculo. Ya quisiera yo que mis padres me hubiesen dado
una oportunidad así. Por el contrario, siempre se burlaron de mis aspiraciones
y me obligaron a estudiar para laboratorista, hasta que me revelé, me fui del
hogar paterno al Distrito Federal, trabajé como empleado en una franquicia
norteamericana productora de hamburguesas y en mis tiempos libres estudié Producción
Teatral, hasta que pude ganar dinero como extra tanto en obras de cine como de
teatro. Eso me ayudó a entrar en el ambiente, pero me costó un gran esfuerzo y
me tomó mucho tiempo para lograrlo. De hecho, el proyecto de María La Voz era
también para mí la gran oportunidad. Así como lo fue para el compositor Ignacio
Piñeiro y La Voz de Ébano al principio de la década de los treinta del siglo
XX: triunfaron en un teatro ante tres mil espectadores. Las ondas vibratorias
de los aplausos hacían que se agitaran los pesados telones del teatro. De eso trató
la obra del Shakespeare mexicano: desde el momento en que se conocieron hasta
aquel triunfo contundente. Aquí si cabe un adjetivo terminado en “ente” aunque
haga rima con “tridente” o “tu diente”. ¿Por qué con tu diente? Más bien fue
con el mío. No sé por qué, desde los ensayos, mi hija se la pasaba mirándose al
espejo o tomándose selfies con su
celular. Llegaba tarde a los ensayos. Parecía desdeñar profundamente la obra.
Parecía haber escuchado los comentarios de los intelecuales que me hacían bullying
cuando inicié el proyecto. A mi me gusta que en los ensayos estén presentes
todos los actores y listos para trabajar desde cinco minutos antes. Mi hija
ponía un mal ejemplo peligrosísimo.
El
Shakespeare mexicano se basó en mi investigación y en hechos de primera mano,
pues cuando él era niño presenció una escena entre Ignacio Piñeiro y María La
Voz. Esa escena fue el clímax de la obra Con
sabor a trópico, la obra que nos sacaría del anonimato y de la pobreza.
Ambos artistas tuvieron una discusión en torno al vestuario de La Voz de Ébano,
que culminaba con una renuncia de la protagonista unas horas antes del estreno.
Siempre me llamó la atención el hecho de que la fecha de nacimiento del
Shakespeare mexicano era el 17 de junio de 1925 y la mía del 17 de junio de 1952.
Si se dan cuenta, las cifras del año son las mismas, con una permutación. Pero
más impresionante es que los dos somos Geminis
y del mismo día.
Claro
está que el Shakespeare mexicano no incluyó todo lo que averigüé en torno a la
vida de María la Voz. Sólo me sirven tres momentos: cuando ella estaba en la
pobreza, cuando él la oye cantar y la invita a participar, y cuando ella va al
Distrito Federal y él no se acuerda que la invitó. El final lo voy a armar con
mi anécdota, me dijo. Al principio me entristeció saber que muchos hechos
quedarían fuera. Por ejemplo el suceso de cuando un hijo se le suicidó por
estar borracho con una puta en un hotel de mala muerte ¿Para qué? El valor de
mi obra es que María La Voz es una Cenicienta
Negra que arriesga su sueño más anhelado por defender sus valores. No caben
momentos trágicos. Mi obra no tiene un final feliz tipo Deus Ex Machina porque tiene un final orgánico, inevitable.
¿Tuvieron relaciones sexuales Ignacio Piñeiro y María La Voz?, me preguntó. No,
le dije, ella era como una hija para él.
Yo
pensaba que todo ese mundo de santería que estaba subyacente en la vida de
María La Voz y sus familiares era fascinante. Incluso, un día, mientras
elaboraba el proyecto oyendo viejas grabaciones de La Voz de Ébano, cuando
estaba inmerso en una página web relativa a los Orishas, me llevé un susto marca diablo: estoy seguro de que había
una presencia en mi estudio, una especie de ser humano vestido con una armadura
entre medieval y futurista, metálica, gris, redondeada, que venía a pactar
conmigo. El Cristo que estaba en el muro de mi estudio parecía invitarme a
rechazarlo. El espectro exigía que le sacrificara una gallina negra en ese
momento. Pero, ni la tenía a la mano, ni quería ensuciar con su sangre mi
estudio ni me parecía ético sacrificar a otro ser para lograr mi triunfo. En la
pantalla de mi computadora apareció un dato sobre uno de los Orishas, decía que si no le cumples con
el sacrificio, éste se venga tomando vidas humanas. Odio cuando las
coincidencias de la vida parecen justificar la existencia de la superstición.
La verdad es que a los pocos días se murió el papá de una de las actrices y al
día siguiente del estreno de la obra asesinaron a mi asesor de mercadotecnia. Y
antes de que reestrenásemos la obra, al año siguiente, se murió el Shakespeare
mexicano.
Tampoco
tenía sentido decir que María La Voz tenía un cuerpo sensual en su juventud,
pero que contrajo la diabetes y engordó hasta morir de esa enfermedad. Antes de
casarme con la madre de mi hija, estuve casado con otra mujer. Un día íbamos de
regreso a casa en mi Volkswagen por la Nueva Santa María del Distrito Federal y
se nos cruzó un Dodge Darte verde con toldo color crema. Mi esposa de aquel
entonces se puso furiosa. Tuvo una escena de celos ¿Qué no viste? ¡No te hagas!
¡Ibas en ese coche con otra mujer y una niña! ¡Esa niña es tu hija! No mames.
Yo estoy aquí, contigo. Acabamos de pasar por un portal del tiempo ¿De cuál
fumaste?
A mi
ex le gustaba la brujería. Pero era una principiante y nunca fue buena con
aquello de los portales del tiempo, según me dijo un concuño, muchos años
después, el día de su funeral. Me acuerdo que en otra ocasión tiró las cartas
del Tarot y de nuevo tuvo una escena de celos porque aparecía yo en el futuro
con una amante rubia. La verdad es que la madre de mi hija es de piel morena.
Pero sí, ya casado con mi segunda esposa tuve una amante rubia. La última vez
que hablé con mi primera esposa ella se echó una carcajada: creí que me ibas a
engañar con la rubia y en realidad a quien engañaste fue a la mamá de tu hija.
Y mi amante rubia, a su vez, me dijo que yo no me había casado con Esmeralda,
sino con María La Voz. Que ella me había embrujado. Yo sabía que ella estaba
aplicándome el psicoanálisis, pero a nivel principiante: nunca encontré
parecido entre Esmeralda y María La Voz, aunque ambas tuviesen la piel morena.
O todas ellas eran brujas o todo esto era un cúmulo de supersticiones femeninas
inaceptables e increíbles. Lo que más me irritaba eran las escenas de celos por
hechos imaginarios.
Lo
que sí fue verdad es que la noche anterior al estreno de la obra sobre María La
Voz mi hija, por no haber ensayado como era debido, tenía problemas con algunos
pasajes de la obra y estaba tan presionada que, hacia las doce de la noche,
estalló en llantos y renunció a la obra. Sentí que la tierra me tragaba. Entre
toda la compañía hubo un silencio espectral hasta que una de las actrices
secundarias me dijo: no se preocupe maestro, si quiere yo hago su papel. Me sé
la obra de memoria. Todos voltearon la mirada hacia ella, quien sintió el
reproche colectivo a causa de su oportunismo, oportunismo que a mí me sabía a
gloria en ese momento. El pianista nos invitó a serenarnos, a respirar unos
minutos y a comprender la presión que afligía a mi hija. Así lo hicimos Y me
hija regresó al proyecto. Terminamos el ensayo general y la obra se
estrenó varias horas después. Pues ya
había entrado la madrugada cuando esto sucedió.
Logramos
estrenar la obra. Pero el escenógrafo se emborrachó y no terminó su trabajo. La
escenografía era exuberante y costó un dineral. Pero nunca llegó y tuvimos que
estrenar la obra sin ella. Su ausencia me hacía sentir que me acribillaban de
puñaladas por la espalda. El sonido tampoco funcionó: a causa de la
escenografía, no colocamos una concha acústica y el teatro se tragaba la voz de
los actores, proyectándola hacia el estacionamiento, pero en las gradas no se
oía nada.
Otra
cosa que el Shakespeare mexicano no tomó de mi investigación es que María La
Voz tenía muchas enemigas. Ya saben, en el mundo del teatro y de la farándula
las envidias están al por mayor. Hay una adivinanza en broma que plantea el
número de actores que se requieren para cambiar un foco. La respuesta es cien,
uno para que lo cambie y noventa y nueve para que digan que ellos lo podían
hacer mejor. María La Voz antes de salir
a actuar bañaba el escenario con un perfume de marca Siete Machos que compraba en el mercado de Sonora del Distrito
Federal o en algún lugar del Puerto de Veracruz, según donde le tocase la
ocasión. Esto era para alejar las envidias, cosa que yo no hice. Un crítico de
una revista de circulación nacional destrozó a mi obra, aprovechando estos
fallos de la producción. Años después, la volví a estrenar, esta vez no hubo
errores de producción y la campaña publicitaria, pese a algunos problemas, fue
muy fuerte aún. Ahora el fracaso fue en la taquilla. Y mi hija volvió a
estallar en nervios durante el último ensayo general, a las doce de la noche.
Se peleó a muerte con el director de escena y me exigía que lo corriera a él o
ella no saldría a actuar.
Mi hija ha estado engordando y engordando. El
doctor ya le recetó pastillas de metformina. Mi primera mujer ya murió. Varios
días después apareció frente a la puerta de mi garaje un polvo parecido a
cenizas humanas que no era fácil de limpiar porque se había adherido al suelo,
como si estuviese sujeto a él con un pegamento industrial. Una de las canciones
más populares de María La Voz era Cenizas.
«Tan sólo cenizas, hallarás de todo lo que fue mi amor». Mi cuñada no sabía
abrir y cerrar portales con precisión. Era una principiante, por eso es que
echó sobre nuestra familia todo este cúmulo de desgracias y ella fue la más
dañada. Mi concuño suena convincente cuando dice eso y parece ser un experto en
la materia, pero yo conocí a mi primera mujer después del día en que asistí al
performance de El Paseo de la Reforma. Nunca estuve seguro de si aquello era
una representación teatral, una exposición de artes plásticas o un verdadero
funeral. La verdad es que la figura humana que estaba dentro del ataúd se
parecía a mi hija en el momento en que empezamos a ensayar la obra Con sabor a trópico. Todo eso son
pamplinas y coincidencias, salvo que Einstein, Borges y Marshall Mcluhan tengan
razón y el tiempo no sea lineal, como creemos la mayoría de los seres humanos.
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