En la Xalapa que me tocó vivir desde mi pubertad hasta la juventud, había una tienda de música en la avenida Revolución. Se llamaba La Estrella. Creo que todavía existe, no lo he comprobado. Hace tiempo que ya no me paro por ahí, por diversas razones. En ese sitio podía comprar desde cuerdas para guitarra (marca Cometa, con borlitas y de metal, no había de otras), guitarras marca Tres Pinos o Gilb, y partituras de la editorial Little Duck and Francis Drake (estoy bromeando), de calidad un tanto dudosa, pero que contenían piezas musicales como los Pequeños preludios, fugas y fuguetas de J.S. Bach, el Ave María de Schubert, Sueño de amor de Franz Liszt y el primer movimiento de la Sonata Claro de Luna de Beethoven. A veces había cosas como Recuerdos de la Alhambra de Francisco Tárrega editadas por Miguel Gómez, que venían preparadas en un sistema para aprender guitarra "sin maestro": el sistema de arriba era una tablatura; es decir, un pautado de seis líneas que representaba las cuerdas de la guitarra y, mediante cifras numéricas y cruces, se indicaba el sitio donde se debía poner el dedo de la mano izquierda. La cifra cero significaba "cuerda al aire". El sistema de abajo, era un pentagrama con la notación musical convencional. No sé si conservo esta partitura. Sin duda, hoy tendría un valor histórico.
El hecho es que, armado con mi guitarra Tres Pinos y lo poco que sabía, me aprendía de memoria fragmentos de los Pequeños preludios, fugas y fuguetas de Bach, así como el primer movimiento de la Claro de Luna de Beethoven, hasta el punto donde era imposible tocarlas de manera literal en la guitarra. Don Miguel Ángel Gómez (otro Miguel Gómez), el compositor de Un beso balconero y posteriormente fundador y alma del grupo Guitarras Xalapeñas, padre de mi amigo Arturo Gómez Vignola, gentilmente me escuchaba y me explicaba:
-Lo que pasa es que El Claro de Luna de Beethoven es imposible de tocar en la guitarra en la tonalidad y versión original.
Tomaba su guitarra. La afinaba. Como todo guitarrista que se respete, lo hacía tras varios intentos. Parte del show era hacerle creer al respetable público que afinar una guitarra era una empresa prácticamente imposible. Una vez templado el instrumento su satisfacción, se soltaba tocando el primer movimiento de esta romántica sonata. Pero en Re menor, con la sexta cuerda en Re y algunos ajustes en las voces internas de ciertos acordes estratégicos, que de otra manera serían intocables en guitarra.
-¿Ves cómo si se puede tocar completa en guitarra? -de decía, y yo me quedaba con la boca abierta.
El hecho es que este movimiento siempre me ha fascinado. Cuando aprendí armonía, fue la primera pieza que analicé en su totalidad. Me había motivado el profesor de Armonía, Don Alfonso de Elías, quien nos mostró los primeros cuatro compases de este movimiento, convertidos en un coral a cuatro voces que nos hizo cantar a coro. Cuando quise ingresar al Taller de Composición, le llevé mi análisis al Maestro Quintanar. Ni lo vio, pero si tomó nota de mi interés. Total, ya dentro del Taller, lo tendría que analizar de nueva cuenta; y esa vez, sí lo revisó. Por mis épocas de tallerista, en una ocasión fui a una fiesta en casa de algún roquetiano. En aquella época, las fiestas y reuniones eran en casa de alguien. Nada de fiestas disco, de antro o de pub. Recuerdo que Margarita de la Mora se puso al frente de un piano vertical, negro, barroco y probablemente apolillado, con un par de candelabros encendidos a los lados. Eran las ocho de la noche, ya estaba oscuro. Y se soltó tocando la Claro de Luna, para gran deleite de quienes estábamos ahí. Éramos unos cuantos y estábamos casi junto a ella. Y, cuando yo andaba con Los Telerines en casa de alguien que tuviese piano, el que tocaba ese movimiento era yo. Cuando más me gustó hacerlo fue en la hacienda de una amiga. Como que la Hacienda de Zinzimeo era de una época cercana a la de Beethoven. Tocarla a la luz de la luna, alumbrado con unos cuantos candelabros y cerca de otros jóvenes como yo, realmente fue una experiencia digna de haber sido vivida. Si alguien me dijera en la actualidad que el romanticismo hoy en día es un movimiento estético muy fuerte, yo le respondería
-Sin duda. Hay que seguir siendo románticos.
Es por eso que he incorporado todo lo que he podido de ese movimiento a mi estilo. No se puede ser cien por ciento romántico en la actualidad. Creo que en cualquier época es peligroso ser cien por ciento romántico, tanto para uno como para los demás. Pero el romanticismo tiene valores e ideas que siguen dando la batalla en la actualidad. Podrá haber románticos despechados. O muertos antes de cumplir los cuarenta. O prisioneros de una cárcel o manicomio. Pero nunca habrá románticos aburridos. Me refiero a los auténticos románticos. No a los post románticos que escribieron obras densas, largas e interminables. El Beethoven romántico, Chopin, Schumann, el Schubert de La Inconclusa, realmente son unos tipazos que nos hacen vibrar con sus emociones al rojo vivo y con sus visiones fantásticas: son tipos enamorados, triunfadores, perdedores, violentos, llorones, lunáticos y dispuestos a practicar cualquier exceso. Pero nunca serán sujetos tibios y aburridos. Aunque Beethoven dijera que los románticos eran unos seres despreciables y decadentes, él mismo era un ícono del romanticismo. Los románticos, a su vez, decían de él que sólo una mente ignorante como la suya podría haber perpetrado un mamotreto del tamaño de la novena sinfonía. Ambos pasaban por alto que la novena sinfonía es profundamente romántica y producto de una mente sencillamente genial.
Recuerdo a un amigo que me hizo una pregunta verdaderamente insidiosa:
-¿Cómo es que Schoenberg, sabiendo más teoría que Beethoven y conociendo la obra de éste, nunca pudo superar el pasaje de la novena sinfonía donde lo único que escuchamos es un timbal redoblando largamente sobre una sola nota? Pues no hay nada más sencillo que eso; y, sin embargo, funciona mejor que la más compleja teoría del mundo.
La verdad, es que no he podido responder la pregunta, aunque estoy de acuerdo en que ese momento Beethoveniano es de una intensidad y sencillez verdaderamente insuperables. Me encanta el estilo de los románticos, con sus noches tempestuosas llenas de truenos y relámpagos. O sus escenificaciones en viejas casonas, alumbradas por velas que el viento amenaza apagar, mientras que las cortinas parecen fantasmas mecidos por el aire. No hay nada más íntimo e intenso que sus adagios susurrando al oído una declaración de amor. Ni nada más frío, solitario y devastador que el solo de violines del segundo movimiento de la Sinfonía Inconclusa de Schubert: nunca he encontrado mejor definición de lo que es sentir la soledad en carne viva. Por muchas de estas razones fue que en Lunas de octubre, hoy llamada Historias bajo la luna, le apostamos al espíritu de Beethoven, abriendo la acción con una versión para cuarteto de cuerdas del primer movimiento de la Claro de Luna, y más adelante, con mi Allegro Beethoveniano. Y dos canciones de Ángela Peralta, digna exponente del romanticismo mexicano del siglo XIX. Todo, como un conjunto de historias que se tejen durante la misma noche, a la luz de la luna.
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