CRÓNICAS PANDÉMICAS.
CAPITULO 10.
CAPITULO 10.
Saludo a los maestros.
Hoy es quince de
mayo. Felicidades a todos los maestros del mundo, espero que se la estén pasando
bien pese al encierro. ¡Qué diferencia de hace unas décadas! El sindicato
pagaba una gran comilona o mejor aún una cena en un espacioso salón de eventos.
Salones que ahora están dedicados a otra cosa, porque la caída del sistema
neoliberal los llevó a la quiebra. Y ahora, pues estamos peor.
El local de la
academia Epifanía es demasiado
pequeño como para haber hecho un castillo como el del príncipe Próspero del
cuento La máscara de la muerte roja
de Edgar Allan Poe. En cambio, en el antiguo museo de tecnología sí se podrían
haber diseñado salones iluminados cada uno con un color diferente. Claro,
evitando el de los telones negros con luces rojas y sin el destartalado reloj
que ponía los nervios de punta a los invitados del príncipe cada vez que sonaba.
Nosotros paramos el
15 de marzo, no nos esperamos hasta el día 20; aunque, a decir verdad, yo no
creía que un pinche catarrito nos fuese a cambiar nuestro estilo de vida y a
tumbar todos los proyectos que teníamos para este año. Pero las alumnas dejaron
de asistir y los padres compartían información relativa al coronavirus en el
grupo de Whatsapp de la escuela. Me sentí como un monstruo. Y donde la escuela
se fuese a convertir en un foco de contagio no me la iba a acabar. De modo que
me adelanté cinco días y me fui a Sams, Costco, Wallmart y Chedrahui a comprar
más de mil rollos de papel higiénico, latas de leche en polvo, vegetales
congelados, varias cajas de cerveza, vino y licores, semillas de lechuga,
acelga y berenjena, macetas, tierra para macetas, abono de borrego y otros
fertilizantes, atunes, sardinas, machaca, jamón serrano y hasta chilorio
enlatado, para sobrevivir a la cuarentena.
Me sentí un poco mal
con la gente que se quedó fuera de mi casa. Pues, como ya dije, nuestra
academia no se podía comparar con la abadía almenada del príncipe Próspero. Y
tampoco podía disponer del local del museo de tecnología. La que más me dolió,
fue Doña Petronila, la señora de las tortillas; aunque, ahora que lo pienso
bien, tal vez trabaja para Soros y no se la está pasando tan mal.
En la casa hay un
gran cuarto que iba a ser el salón de danza de mi esposa, para dar clases ahí y
no pagar renta. Pero no nos duró mucho el gusto y tuvimos que llevarnos la
academia Epifanía a otro lugar porque
los vecinos estaban amenazando con demandarnos porque estábamos violentando el
reglamento de uso de suelo del fraccionamiento, el cual es exclusivamente
habitacional. No se pueden poner academias, tiendas, oficinas, hospitales,
cantinas ni nada que implique una actividad comercial. Así que ese cuarto vacío
nos sirvió de bodega. Pero ahí es donde mi nieta vio al monstruo el otro día. No
deja de ser un acto de egoísmo encerrarse bajo siete llaves, bien pertrechado,
mientras afuera la gente se muere de hambre y de enfermedad.
Por fin le tomé
sentido al cuento de Poe y a La Valse
de Ravel. Resulta que son la misma historia. En la década de los sesenta del
siglo pasado teníamos la conciencia feliz, jugábamos al aire libre en parques,
canchas de futbol, íbamos a fiestas muy concurridas, nos reuníamos en el
desaparecido Terraza Jardín a oír a Los
Joao y la música de Debussy y Ravel se me hacía perfectamente natural, con
la cual sorbía la espuma de la vida con un popote. Excepto con La Valse, porque se me hacía más que fea
al principio y al final demasiado ruidosa y desquiciada ¿Cómo Ravel podía haber
escrito algo así? Y en la parte central
se componía, pero sonaba trasnochada, como para musicalizar una orgía de
erotismo entre el protagonista y cuatro vampiresas, las que, mientras no
enseñen los colmillos, son muy atractivas.
Por supuesto que no creo en la teoría del eterno retorno de Nietzche y no me da miedo saber que Ravel escribió ese poema coreográfico en tiempos de la gripe española.
Por supuesto que no creo en la teoría del eterno retorno de Nietzche y no me da miedo saber que Ravel escribió ese poema coreográfico en tiempos de la gripe española.
En aquella época de mi adolescencia,
me enfermé de una tifoidea que me llenaba de fiebres y escalofríos y me obligó
a estar dos semanas en cama. Mis padres no tuvieron mejor idea que regalarme un
disco de trovadores de la Edad Media y los cuentos de Edgar Allan Poe, “para que
le sacara provecho a la enfermedad”. Y creo que tuvieron razón: la peste
bubónica, la música de los trovadores, las fiebres y los escalofríos ¿Qué más
podría pedir? Era como ir a ver la película en una sala 4d.
Durante mi estancia
en Morelia, varias décadas después, alquilé una casa sin muebles, para hacer mi
año sabático. Adquirí lo indispensable: una mesa de palo y sus respectivas
sillas, un frigorífico, una cafetera y una parrilla de gas de dos quemadores, más
un sofá cama para dormir. En un periodo vacacional, mi familia me alcanzó y se
llevó unos sleeping bags y una
televisión vieja. Sucedió que, una noche, se fue la luz y aún era temprano.
Nadie tenía sueño, pero no se podía ver la televisión. Lo único que se me
ocurrió fue prender unas velas y leerles el cuento de La máscara de la muerte roja. Fue una experiencia estética y
familiar encantadora. Fue cuando percibí la belleza de los salones de la abadía
decorados con vitrales góticos, alumbrados de manera indirecta y cada uno con
un color diferente, y también lo siniestro del salón con el reloj destartalado,
las cortinas negras y las luces de color sangre.
No hace mucho, hice
una Maestría en Arte en el Instituto Realia;
y, durante el segundo semestre, a fin de recabar fondos para el buen
funcionamiento de la escuela, rentaron el patio de la escuela para mostrar una
exposición de vampiros y licántropos; pues el patio está techado, con la idea
de hacer exposiciones de pintura y otra clase de eventos.
El local se parecía
al cuarto negro del cuento de Poe, lleno de cortinas de terciopelo negro. A la
entrada de la escuela había un hombre lobo gigante. Recuerdo que me invitaron a
musicalizar el spot publicitario de la exposición y yo tomé un grito de mi
mujer, lo dupliqué, la primera versión la puse en reversa y empalmé el material
de tal manera que no se distinguía cuando se pasaba de la primera versión a la
segunda, de manera similar a la curva del COVID-19, que por estas fechas se
supone que se está aplanando.
Al grito manipulado
de mi esposa le puse reverberación, de modo que se oyese como un ánima en pena,
o de plano, como La Llorona. Un día
me quedé por ahí cerca para ver la eficacia de mi música. Por fin pasó un pobre
diablo justo en el momento del grito. El pobre hombre volteó hacia su derecha y
vio al hombre lobo de dos metros de altura. Se quedó paralizado, con la boca
abierta, al igual que una momia de Guanajuato. Chin, ya me lo cargué, no pensé que fuese para tanto.
Me esperé hasta diez minutos para ver si
el hombre reaccionaba. Seguía quieto y rígido como una estatua y a medida que
el tiempo transcurría sentía que las puertas del infierno se abrían bajo mis
pies. De repente, se enderezó, se sacudió como un perro mojado y retomó su
marcha, no sin echar antes una mirada de rencor a la puerta de la escuela.
Pregunté en Realia
que cómo les iba con mi música.
–Mejor la vamos a
quitar. Ya dejó usted frías a cinco personas.
–¿Frías como
fiambres?
–Es un decir, no se
ha muerto nadie, pero lo vamos a quitar antes de que le dé el infarto a algún
visitante.
Sentí un alivio
cuando me dijeron eso. Por cierto que en esa escuela el profesor de historia
del Arte nos habló de la famosa máscara en forma de cabeza de pájaro que
llevaban los magistrati della sanitá venecianos.
Una de esas máscaras estaba dentro de la exposición. Yo estoy chimuelo y se me
ocurrió enseñar mis colmillos y levantar mis brazos para jugarle una broma a
una secretaria, la que se puso pálida y se fue sigilosamente de la oficina para
nunca más volver a trabajar ahí. No debí haberlo hecho.
En cambio la Danza macabra de Camille Saint Saens sí
la entendí desde la primera vez que la oí y cada vez me gusta más: también hay
una especie de reloj dando campanadas a las doce de la noche y sonidos
crispados, secos como huesos, y trombones anunciando al juicio final. Siempre
he sido un necio que ha querido que mi esposa hiciese una coreografía con esta
obra. Después de todo es una danza y tiene abolengo: tiene que ver con las
pestes de la Edad Media, donde la gente ya se sabía muerta y de plano salía a
la calle a beber y comer, a bailar y a tener sexo antes de morir. Hay una
abundante iconografía con hombres y mujeres bailando con esqueletos.
Les cito nada más unos ocho versos:
Zig y zig y zag, todo
el mundo se menea,
Escuchamos los huesos
de los bailarines,
Una pareja lujuriosa se
sienta en el musgo
Como para saborear
viejos dulces.
Zig y zig y zag, la
muerte continúa
Rasgando incansable su
agrio instrumento.
¡Un velo cayó! ¡La
Bailarina está desnuda!
Su bailarín la abraza
con amor…
Quien quiera ver completo el poema haga click aquí:
Una vez suspendidas
las clases en Epifanía y la casa
abarrotada de rollos de papel, botellas de vino y de cerveza, latas de leche en
polvo y comida, la nevera llena de alimentos congelados, etcétera, no me quedó
otra que entretenerme en los largos ratos de ocio. Tuve a bien leer el cuento
de Poe y capturar la música de La valse
en mi computadora:
Estuve embebido en
esta actividad hasta que dio la noche. Mi nieta volvió a gritar frente a la
puerta del cuarto sin gente. Tal vez hay un animal o incluso un ladrón. Siento
que un escalofrío me recorre el espinazo. Pero me pertrecho con un desarmador
gigante que tengo ahí cerca y decido cumplir con mi función de padre de familia
protector. Si se pone pendejo el ladrón lo voy a dejar como cojín de
alfiletero. Una sabana que tiene una máscara veneciana de color rojo se dirige
hacia mí. Pego un grito espantoso y todo se vuelve de color negro.
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