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domingo, 27 de enero de 2019

Veneno de nauyaca capítulo I

Hola, les comparto el primer capítulo de mi novela "Veneno de nauyaca", que puede comprarse completa en:
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Ojalá y sea de su agrado.

 

CAPÍTULO I


Jorge Paterson Lara, experto en resolver acertijos legales, buscaba hallar la verdad del caso de Roberto Stein Pérez, el difunto Procurador de Justicia de la Nación. La oficina de Paterson estaba ubicada en un viejo edificio de la colonia Roma, en el Distrito Federal. El esmog de la Avenida Insurgentes imprimía un tono gris no sólo a la construcción, sino a los añejos ventanales, y una tonalidad anaranjada al horizonte. Jorge Paterson leía un periódico, apoyado en un escritorio de madera Art Decò, heredado de su abuelo, Míster George Paterson Senior. Al escritorio ya le faltaba el barniz en algunas áreas.

–No me creo la teoría de la falla mecánica –le comentó al abogado Alejandro Holbein, su colaborador.
–Todo indica que así fue –respondió Holbein.
–Más bien, todo indica que el autor intelectual del asesinato va a ser nombrado nuevo Procurador de Justicia de la Nación.
–Hay tres candidatos: Joaquín Weber, el doctor Basilio y Sergio Cabianca.
–Sería terrible que Cabianca fuese el sucesor de Roberto Stein.
–¿Para nosotros o para la nación? –preguntó su colaborador, preocupado.
–Para el mundo entero, mi estimado Holbein –respondió Paterson, lacónico, mientras recorría con la mirada las sucias cortinas del lugar.

La mente de Alejandro Holbein le permitía entender los razonamientos de Paterson antes que el resto de los mortales. Pero su agudeza de ingenio palidecía al lado de la de Paterson Lara y tampoco podía competir con la del Doctor Joaquín Weber Barrios, el candidato para dirigir la Procuraduría de Justicia de la Nación, y militante del Partido Conservador Nacional, el PCN.

Weber estaba dotado de un gran poder de mando, el cual ejercía con una innegable autoridad. Sus ojos fríos y azules intimidaban a todo aquel que lo viese, sentado en una especie de trono, tras de un enorme y barroco escritorio, desde donde señalaba algo con dedo índice acusador e imperativo cada vez que emitía una orden.

–La verdad –rompió Paterson el silencio– no hay a cuál irle. El Doctor Basilio es un incompetente. Y Weber es peor que Cabianca.
–Pero Weber –intervino Holbein, tratando de tranquilizar a Paterson– al menos es honrado. Tiene un expediente intachable.
–No sé. Tengo la corazonada de que tras esa fachada inmaculada, se esconde algo siniestro.
–Usted siempre ha desconfiado de los conservadores.
–En efecto.
–Y sin fundamento.
–Ah ¿Sí? ¿Quién crees que mandó a matar a Stein?
–Fue un accidente.
–Stein era de izquierdas. No era del agrado del Presidente de la República.
–¿Y?
–Weber encaja ideológicamente a la perfección en el gabinete presidencial.
–Si fue un crimen de Estado, ¿tiene usted elementos suficientes para demostrarlo?
–Aún no.

Paterson, la mayor parte del tiempo estaba agazapado y pensativo. Como si olfateara algo en el suelo. Tuvo un par de amoríos en el pasado. A veces los recuerdos lo excitaban. Ahora no tenía a nadie, estaba resignado al celibato sin ser religioso. Le fascinaban las mujeres de 30 a 40 años de edad. Sus fracasos sentimentales lo marcaron con un profundo temor a la vida en pareja, lo que aunado a su timidez frente a las mujeres, le dificultaba entablar una relación amorosa seria. Padecía una cierta bipolaridad, era tenaz ante los intrincados problemas judiciales, estaba resignado a vivir en la soledad, sin hijos, privado del calor de hogar y de las caricias de una esposa. Estas razones eran unas de las principales frustraciones que le había dejado la vida, tan profundas y dolorosas como cuando no pudo evitar la sentencia de un inocente que fue condenado a una larga estancia en prisión.

–Weber es la mejor opción, ¿no cree? –interrumpió Holbein los pensamientos de Paterson, quien hacía un profundo análisis de situación–. Cabianca es un corrupto y es nuestro principal competidor. Su bufete por poco y nos gana el último pleito.

Holbein se refería a un disputado caso en materia penal, el cual se había politizado demasiado. Las corruptelas de Cabianca, unidas a la incompetencia del Doctor Basilio, el médico forense más importante de la Procuraduría, estuvieron a punto de lograr la liberación de un peligroso homicida.

Cerca de allí, en el interior de una patrulla de policía que hacía su rondín de rutina, Pablo Andrés Pérez Marcelino, el conductor, y su jefe inmediato, el agente Rodolfo Girardón Valadés, trataban de entablar una conversación para matar el aburrimiento. Iban rodeados de tres camionetas pick-up, con ametralladoras de torreta saturadas de policías militarizados, vestidos de negro y embozados. Se parecían a Darth Vader muriéndose de calor, a causa del chaleco antibalas y la sobreexposición al sol durante muchas horas. Uno de ellos portaba una bolsa de plástico llena de un líquido color naranja y una pajilla, con lo que se delataba el origen y las necesidades humanas de aquel temible y sediento espectro.

–¿Cómo ves la terna, Marcelino? –rompió el agente Rodolfo el silencio.
Pos’ bien –respondió Pablo Andrés.
–Está de la chingada –corrigió el agente Rodolfo.
–El Doctor Basilio y Sergio Cabianca son un peligro para la patria –comentó Pablo Andrés, casi como robot –pero el jefe Weber es lo que el país necesita; además, nos va a contratar como guardaespaldas personales.
–¿Y tú cómo sabes eso?
–Psss, Oooo.
–Vamos pareja, di la verdad. Tú sabes que a ti yo nunca te traicionaría.
–Weber es lo mejor para la patria.
–¡Huy! ¿Desde cuándo te interesa la nación?
–Desde siempre. Yo daría mi vida por ella.
–¿Y matarías por salvarla?
–Si es preciso, sí. Es un deber matar o morir por la patria –respondió Pablo Andrés, con cierta fogosidad. Se moría de ganas por entrar en acción y vaciarle la AK 47 al primero que se cruzara en su camino.
–No te hagas el héroe. Estamos aquí por la misma razón: en el fondo tienes miedo y por eso justificas los medios para conseguir poder y auto protegerte.

El agente Rodolfo Girardón sentía un terror profundo, un recelo sustentado en el conocimiento del entorno, de la situación: la mayoría de los jefes policiales eran corruptos y lo mejor para sobrevivir, era tapar las rapacerías de los superiores. Le frustraba no tener otro oficio y no poder escapar de esa red pervertida. Era pesimista y muy negativo. En ocasiones tenía arranques de ira que ponían a temblar a sus subalternos; ante la vida, estaba derrotado una y otra vez.

Pablo Andrés, por su parte, irradiaba un espíritu militante y luchador. En ocasiones se mostraba inflexible a causa de una gran rectitud personal y profesional. Estas fortalezas, sin embargo, a menudo se mermaban debido a su complejo de inferioridad: daría cualquier cosa por cambiar su origen indígena y ser rubio y poderoso como Weber. El agente Rodolfo Girardón, más que abjurar de sus ancestros, sólo envidiaba la posición económica y social del Procurador.

Lejos de ahí, en la mansión de los Weber, Soledad y su hija Themis celebraban la noticia:

–Es muy probable que tu padre sea el nuevo Procurador de Justicia de la Nación –dijo Soledad.
–Y vas a mover tus influencias para que así sea –respondió Themis, en tono altanero.
–Hija ¡Respétanos! Tu padre es el mejor.
–Sí, ya lo sé. Y ahora no me vayas a recitar la monserga de siempre: antes de casarse contigo por lo civil, primero pidió permiso a la Iglesia ¡Ya me tienes harta!
–¡Basta! ¿Cómo puedes ser tan egoísta? ¡Tu padre y yo te hemos dado lo mejor de lo mejor! –dijo Soledad, en tono de reclamo, antes de romper en llanto.

La rebeldía de Themis Weber Burgoa iba más allá de lo normal; de hecho, ya no era una adolescente, pero se comportaba como si lo fuese. No podía perdonarle a su padre el haberle negado dinero para inscribirse en la escuela de música. La prohibición no era por razones económicas, pues el sueldo de Joaquín Weber ya andaba por los $95000 mensuales. Se trataba de dejar muy en claro que Themis debía estudiar leyes, como él. Cuando Soledad lloraba a causa de estos arranques de rebeldía, Themis se sentía como una chinche infectada con el virus de la culpabilidad, porque si alguien le había brindado apoyo emocional en los momentos más duros de la vida, era su madre. Por otra parte, Soledad Burgoa Garrido, manipulaba con facilidad los sentimientos de culpa de su hija pero no sabía qué hacer con la propia, la cual era una gran culpa, debida a motivos religiosos: todo lo que hacía era pecado y uno de los más graves era la imperdonable y fabulosa riqueza económica que poseía. Esto la llevaba a obsesionarse con la limpieza y el orden moral. Pese a ser católica, creía en la predestinación de la vida. La sangre le horrorizaba, incluso la sangre de Cristo pintada en los crucifijos.

Los Weber vivían en una enorme y oscura mansión de gusto afrancesado, típica de finales del siglo XIX. Estaba ubicada en el Paseo de la Reforma; los muros grises, en la base, rezumaban bastante humedad, al grado de mostrar un color verde musgo intenso. La gran cantidad de habitaciones de este sitio se mantenía en orden gracias a la servidumbre; en especial, debido a los diligentes servicios de Martina Guzmán, el ama de llaves, cuyo carácter extrovertido parecía contrarrestar el frío permanente de aquella vieja construcción. A ella le gustaba entretener a los demás. Frente a la vida, tenía una fuerte dosis de resignación, que no era impedimento para tener ambiciones ocultas. Con frecuencia, era inconstante en sus labores y dejaba escapar actitudes malhumoradas: llegaba a ser algo grosera, terca y chantajista. Deseaba volver a ser campesina, ambicionaba tener dinero para comprar una finca en Chiapas. Pero su principal deseo era sentirse segura. Sus padres murieron víctimas de los disturbios del 97.
El trabajo de los Weber le proporcionaba esa tranquilidad; y, aunque con el sueldo más lo que había ahorrado ya podría comprar el terreno, los fantasmas del pasado le impedían dar aquel salto cualitativo; por estas razones, le era leal a los Weber.

Cerca de la Ciudad Universitaria, José Uruzel Gallardo y Ángel Bustos tomaban café y unos bocadillos en un sitio, mientras charlaban. Ambos eran profesores universitarios. Ángel impartía Sociología, José Uruzel era profesor de inglés. Por las tardes le daba clases particulares a Themis Weber, a domicilio.

A José Uruzel le gustaban los hombres y también disfrutaba de ser travesti; en cambio, Ángel era casi de clóset pero sabía que ante los ojos del Dios de Israel, era un alma perdida y sin remedio. Para mayores complicaciones, sus ideas izquierdistas lo alejaron del grupo familiar. El patriarca de la familia de Ángel era un judío ortodoxo, con gran desarrollo intelectual pero profundamente conservador y dueño de un gran poder adquisitivo, al igual que la madre. Mas al saber que su hijo predilecto era gay y comunista, tras desheredarlo, la salud de los dos se quebrantó; casi de inmediato, el padre tuvo un infarto cardíaco; en tanto que a la madre, los riñones le fueron insuficientes y tras de una breve agonía, murió. Como consecuencia, el resto del grupo familiar le retiró hasta el saludo; Ángel trabajaba en la Facultad de Sociología de la Universidad de Estudios Superiores de México (la UESM), estaba afiliado al sindicato de profesores y ganaba el salario mínimo intelectual; es decir, menos del 10% del sueldo de Joaquín Weber. Con este trabajo obtenía los satisfactores vitales mínimos y algunas prestaciones. Pero su cátedra de Sociología, en realidad era un subempleo que lo mantenía irritado, pues sabía que estaba capacitado para enfrentar retos mayores a los que le asignaba la universidad. Ésta era una de las principales razones de su rebeldía contra el sistema capitalista. Y para exacerbar estas frustraciones, tenía la profunda convicción de que se le subestimaba laboralmente bajo todas las formas de la discriminación a causa de sus genes judíos e ideas socialistas. Tenía un nivel de estudios alto: Doctor en Sociología, egresado siempre de universidades públicas, pero sin haber disfrutado de beca alguna a pesar de tener promedios altos.

José Uruzel también estaba en el sindicato de profesores, pero nunca fue un líder activo, para eso tenía a Ángel. Era profesor de tiempo completo, disfrutaba de un contrato vitalicio, cumplía con los horarios de trabajo y con los objetivos escolares; por eso, los compañeros de trabajo lo odiaban y todo el tiempo intrigaban en contra de él; pero Ángel, de carácter fuerte y amargado, desbarataba con facilidad todas aquellas labores de pasillo. En cierta manera, esas intrigas le daban la oportunidad de mostrarle a los otros universitarios quien era el más listo. Ángel tenía como fortaleza una gran capacidad de análisis pero no era imaginativo, salvo cuando tenía celos; en las demás situaciones, era rutinario y simple epígono de modelos intelectuales clásicos; sin embargo, era persuasivo, observador y muy buen psicólogo; por esta razón, los directivos del  Comité de Lucha de la Facultad de Derecho, acudieron a él para que diseñara una serie de actos de protesta en contra de la sospechosa muerte de Roberto Stein Pérez, el más reciente funcionario federal fallecido en circunstancias misteriosas. Los muchachos tampoco se creían la teoría de la falla mecánica. Pues el automóvil que transportaba al ex Procurador era un modelo de años recientes y debía estar en excelentes condiciones. Más aún si se ponía en consideración la alta investidura del funcionario. Por estas razones, Ángel había invitado a José Uruzel al café más cercano a la Universidad, para discutir un plan de acción. Pero su amigo tenía en mente otro programa.

–Me aburro tremendamente –le dijo a Ángel, a rajatabla. –Quiero tener una aventura esta noche.
–¿Cómo puedes ser tan frívolo? –respondió Ángel, molesto.
–¿Qué? ¿Estás celoso?
–¿Yo? ¿Celoso de qué?
–De que voy a salir de cacería esta noche.
–Tú no cazarías ni a un perro drogado.

En el fondo, Ángel sí estaba celoso. Quería a José Uruzel para sí mismo y no le agradaba compartirlo con nadie; por este motivo, hacía hincapié en la supuesta incapacidad de atracción de José, subrayándole el fracaso obtenido en la última correría. A José Uruzel, de carácter extrovertido y narcisista, le gustaban los hombres rudos; y, si algo le fastidiaba, era el hecho de no poder seducir a algún fulano.

–Te apuesto a que hoy conquisto a un hombre en el bar –lanzó José Uruzel el reto, herido en su orgullo.
–De acuerdo. Pero si pierdes, te vas a comprometer a nunca más intentarlo.
–Trato hecho.

José Uruzel buscaba la expresión personal y tenía una gran necesidad de belleza; en resumen, era la expresión más pura del decadentismo. Ante la vida estaba dispuesto a exhibir su condición gay a la menor provocación y se creía muy atractivo; en realidad, lo era; y, con su capacidad histriónica natural, aunada a sus habilidades para maquillarse, bailar y vestir como mujer, había engañado a muchos hombres, lo cual le producía una extraña excitación. A diferencia de Ángel, era imaginativo.

El bar al que asistieron, el Dyonisio’s, era un lugar caro. A Ángel le dolió el precio de las copas, era orgulloso y se negaba a que José Uruzel las pagase. Lo que más le aburrió fue ver a los demás comensales bailar salsa cubana: aquello podría durar hasta el amanecer mientras él esperaría impasible a que todo eso terminara, al tiempo que él prolongaría al infinito el contenido de una lata de cerveza barata. José Uruzel iba vestido de mujer. Ambos parecían una pareja heterosexual.

–¿Ves a ese hombre que está frente a ti, al otro lado del bar? –dijo Uruzel.
–¿Qué haces? ¡Ese hombre es el nuevo candidato a dirigir la Procuraduría de la Nación!
–Te apuesto tu sueldo contra el mío a que me lo llevo a la cama.
–Que conste –respondió Ángel, confiado: aquel hombre tan bragado, conservador, casado y padre de familia, no se fijaría en una especie de mujerzuela de bar. Ángel sabía de la militancia política de Joaquín Weber y ahora tenía la oportunidad de imponerle una prohibición duradera.

Joaquín Weber estaba al otro extremo del bar, rodeado de Pablo Andrés Pérez Marcelino y el agente Rodolfo Girardón Valadés, a quienes había contratado como guardaespaldas, conocedor de sus brillantes expedientes policiales. En ese momento, la pareja policial estaba vestida de civil, con unos trajes grises que les daban un no sé qué de James Bond.

–Jefe –dijo el agente Rodolfo –¿Ya vio a la rubia de aquella mesa?
–Sí –respondió Weber.
–Parece que quiere con usted –continuó agente Rodolfo, con cierta picardía.
–No está de mal ver –observó Weber, en voz alta.


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