Translate

Vistas de página en total

lunes, 10 de diciembre de 2012

LIBRO CONMEMORATIVO DEL TEATRO DEL ESTADO

El próximo viernes 14 de diciembre de 2012 se presentará el libro conmemorativo del Teatro del Estado, al filo de las doce horas, en el mezzanine que está ubicado en la parte superior de dicho edificio. Se trata de un libro de formato grande, con muchas imágenes, a todo color, con papel de excelente calidad, y sin duda, con un gran atractivo visual. Muchas de estas imágenes son fotografías de Sebastian Kunold.

Quien me invitó a participar en este libro fue Héctor Herrera, actual coordinador del Teatro. Mis compañeros de viaje en esta maravillosa aventura fueron: Paco Beverido, quien, al parecer sugirió que se me invitara a escribir en este proyecto, Marta Montano, Alberto de la Rosa, Daniel Acevedo, Raúl Santamaría, Lidia Domínguez y Benito López. Cada uno realizó importantes colaboraciones hablando, respectivamente, de espectáculos teatrales, la participación del Ballet Folklórico de la Universidad Veracruzana, las actividades de danza contemporánea y clásica, la Compañía de Teatro de la U.V., una mirada histórica sobre este lugar, así como relatos y anécdotas que ocurrieron en los espacios de este edificio histórico. El Teatro del Estado fue inaugurado el día 29 de noviembre de 1962, como último acto de gobierno del Lic. Antonio M. Quirasco. Por esta razón se planeaba presentar el libro a finales de noviembre, pero una serie de imprevistos retrasaron un poco esta fecha.

Para mí fue muy emocionante escribir una parte de este libro conmemorativo. Me hizo recordar los años de la infancia: cuando el teatro se inauguró yo tenía diez años de edad. Estaba descubriendo el mundo. Y cuando asistí al primer concierto de la Orquesta Sinfóncia de Xalapa (OSX) andaba por los doce. Las hormonas pubescentes fluían por mi sangre y el enamoramiento me llegó. Tocó a mi puerta el embeleso por una compañera de la primaria, quien vivía entre mi escuela y el teatro. Para ir a su domicilio, el trayecto desde la escuela estaba en dirección inversa al que se requería para llegar a mi domicilio. Con tal de pasar por su casa, tomaba rumbo al teatro, con el pretexto de ir a un concierto o a un ensayo de la Orquesta. Y, si encontraba a la muchacha, tocaba el timbre de su casa. La visitaba con cierta frecuencia y me sentía un ser privilegiado tan sólo por el hecho de poder hablar con ella. Esta mujercita fue quien me enseñó "el mate del pastor", con el cual me ganó numerosas partidas de ajedrez.

Yo estaba en su casa cuando Jack Ruby mató a Oswald, el presunto asesino de John F. Kennedy. La madre de la muchacha me dijo, mientras las imágenes de la noticia emanaban de un televisor en blanco y negro:

-Oswald podría ser tu padre. Míralo, se parece.

Observé el rostro de la víctima y comprobé que la señora tenía razón. Lloré amargamente.
El destino me iria alejando de esa muchacha, contra mi voluntad. Tal vez no fue el destino sino la química: simplemente, no soy monedita de oro, como dice la canción. Sin embargo, el Teatro del Estado sería un imán para mí: me encantaba ver cómo el joven Francisco Savín se movía como un bailarín dirigiendo aquella entusiasta orquesta. Parecía que danzaba twist sobre el podio. Ese ritmo fue un baile de moda efímera pero muy popular en aquellos años. Recuerdo con gran intensidad los conciertos donde se tocaron "El Aprendiz de Brujo" de Paul Dukas, la obertura "Rosamunda" de Franz Schubert y "Los Pinos de Roma" de O. Respighi. Era todo un espectáculo ver al timbalista inmerso en una frenética actividad moviendo llaves y probando sigilosamente las membranas de sus instrumentos. Por su aspecto, era conocido como "El Pingüino". Su hijo heredó el apodo y por la misma razón. Era el músico más activo de la orquesta a la vez que el que se oía menos. De modo que todos esperábamos con ansia el momento en que lanzaría su descarga sonora, la cual era más espectacular en las sinfonías de Beethoven. Un misterio para mí era la sección de violas, pues esos músicos parecían violinistas, pero su instrumento difícilmente estaba a cargo de un tema importante.

Yo vivía en la colonia "El Aguacatal", a dos cuadras de la moderna casona del maestro Francisco Savín, a quien admiraba profundamente. De grande, quería ser como él, pues así me parecería a Mao Tse Tung, un hombre de ideas revolucionarias y autoridad indiscutible. Xalapa, en aquel entonces, debía tener alrededor de 70000 habitantes. Aunque era conocida como "La Atenas Veracruzana", la verdad es que los círculos intelectuales eran muy reducidos y todos conocían a todos. Mis padres eran amigos de Sergio Galindo y yo jugué en la casa de este literato, en una infinidad de fiestas infantiles que se llevaron en ese sitio, ubicada en la calle de Insurgentes, cerca de Xalapeños Ilustres, como también jugué en la de Rafael Velasco Fernández, futuro rector de la Universidad Veracruzana. Otra casa que frecuenté con asiduidad fue la de Fernando Salmerón, ubicada en la parte alta de la calle Lucio. Quizá, la última vez que lo hice fue en una posada. Yo rompí la piñata. Tal vez hice trampa y me moví un poco la venda.

Por su parte, la casa de mis padres a menudo tenía muchos visitantes, entre los cuales estaban Marco Antonio Montero, Francisco Savín, Manuel Montoro, Guillermo Barclay, Othón Arroniz, Marie Louise Ferrari, Emilio Ribes Iñesta y Víctor Arcaraz, entre otros. Mis padres tenían fama de guisar bien. Mi madre preparaba unos pays verdaderamente sabrosos. Corría la cerveza dos equis y el vino tinto. O el tequila y el whisky. Terminado la comida, se organizaban torneos de futbolito de mesa. Ahí se hacían equipos: Francisco Savín por un lado, Emilio Ribes por otro. En otras ocasiones, salíamos de día de campo al rio Consolapa o a alguna campiña entre Banderilla y Acajete. En aquella época, esos parajes no estaban habitados ni industrializados, eran unos verdaderos pastizales dotados de agua cristalina y bosques frondosos. Era otra Xalapa. La naturaleza era desbordante. La contaminación era una palabra inexistente. Jugábamos fútbol llanero o béisbol. Mi padre discutía acaloradamente con Roberto Bravo Garzón o con el Doctor Velasco por un real o supuesto gol en off-side.

Otro sitio que frecuentábamos era una hacienda casi abandonada propiedad de Othón Arroniz. Se la expropiaron, la derruyeron e hicieron obras de desarrollo urbano. Fue una lástima: para trasladarse de la entrada hasta la casona, se pasaba por una vereda rodeada de árboles de naranjo en flor. El aroma a jazmín era para enamorarse. En tanto que la casona, con sus vigas picadas por las polillas y un piano casi desvencijado, le daban un toque romántico y fantasmagórico al sitio. Arriba del piano estaba un busto de Beethoven. Era fácil imaginarse la historia de "La Bella y la Bestia" en aquel lugar. El piano estaba completamente desafinado. Aún recuerdo a Marie Louise Ferrari tocando el preludio de "La Cabalgata de las Valquirias" de Wagner en ese instrumento. Nada que ver con el original, pero la experiencia era digna de recordarse. Era completamente fantasmagórica.

Un día visitamos a Marie Louise Ferrari, cuando estaba divorciada de Othón Arroniz y ya vivía en la casona de Alfaro, hoy conocida como "La Mariquinta", una casa española del siglo XVII. Ahí pude escuchar un disco de su colección. Ex profeso colocó en el tocadiscos el concierto para piano y orquesta en do menor de W. A. Mozart.

-Escúchalo con atención -me dijo. -Porque esta casa es contemporánea de muchas de las que habitó Mozart.

En efecto, había un aura diferente. Si ese concierto me había hecho llorar en el mullido sillón de la casa de "El Aguacatal", ahora me hablaba desde otra dimensión. En parte, me tocaba cuerdas sensibles, porque lo escuché con anterioridad y en vivo en el Teatro del Estado, dirigido por Virgilio Valle. Ya no estaba al frente Francisco Savín. Pero el cambio que más me golpeaba era el saber que la compañera que vivía entre la Carlos A. Carrillo y el teatro se alejaba de mí.

Otra obra que escuchaba durante mi pubertad era la sinfonía "Inconclusa" de Franz Schubert. Edelmira Losilla, artista plástica costarricense y esposa del afamado poeta Ramón Rodríguez, me invitó a escuchar la música inventando imágenes e historias. Edelmira y Ramón eran otros grandes amigos de mis padres. Incluso, éramos casi vecinos.

-Piensa en un compositor joven, pobre y derrotado por el destino -me dijo Edelmira.

En mi casa había una versión en discos de 78 rpm dirigida por Sergei Koussevitzky. La portada tenía un reloj de arena con la parte de arriba casi vacía y una pluma tendida, cual cadáver, sobre una partitura sin concluir. En el fondo, arriba, había nubes grises, de tormenta. Esa imagen unida a la de la compañera distante, más la soledad y el desamparo que me comunicaba una melodía de violines al unísono y en dinámica de susurro, en la parte central del segundo movimiento de "La Inconclusa", era demasiado para mis cuerdas sensibles. Sin saber por qué, me puse a llorar. Mis padres se alarmaron. Me llevaron el restaurante "Terraza Jardín", frente al parque Juárez, me aumentaron la mesada, me llevaron a todos los cines de la ciudad, a Veracruz, a comer helados al kiosco de Coatepec.

-¿Por qué lloras? -me preguntaban, afligidos.
-No es nada. Fue la música -les respondía. Y era verdad, pero no me creían.

El concierto en do menor para piano y orquesta de Mozart y el segundo movimiento de "La Inconclusa" me ponían así. Eran el adiós a mi pubertad y a mi primer enamoramiento. Nos cambiamos de domicilio, quedamos ubicados a dos o tres cuadras del Teatro del Estado. Yo crecí. Aprendí a tocar algo de guitarra en la secundaria. El profesor de la estudiantina era el Maestro Manolo Baixauli, uno de los mejores flautistas de la Orquesta Sinfónica de Xalapa. Un día asistí a la radiodifusora XEJA para verlo cómo ensayaba la pieza que iba a grabar en el estudio de grabación de ese lugar. Era un par de canciones compuestas por él. En la escuela decíamos en broma que nuestro profesor de música tenía lentes de ventana de autobús de ADO (una línea de autobuses foráneos). Hasta la fecha los sigue teniendo. Lo importante es que vi en ese momento cómo la música viva se podía cosificar en aquel objeto que conocíamos como "disco L.P." y que tanto las sinfonías de Beethoven como las canciones de "Los Beatles" ya no estaban tan distantes: yo podría componer una obra musical y ésta quedaría grabada en un acetato. Nunca logré que una disquera me grabara en un acetato.

Cuando el C. Gobernador del Estado de Veracruz era Don Rafael Murillo Vidal, mi señora madre María Christen Florencia y Yolanda Reyes Pale armaron un bonito evento con romances españoles cantados y escenificados. El vestuario estuvo a cargo de Bertha Duhalt de Beverido, la dirección escénica a cargo de Manuel Montoro y la escenografía de Guillermo Barclay. Afortunadamente logré conseguir una fotografía del evento, misma que, si no me equivoco, formará parte de los testimonios visuales del libro conmemorativo. Delante de mí había una rubia que me recordaba a la compañera de la escuela primaria. Era la mujer que tocaba la guitarra. Se trataba de una alumna de mi madre, en la Facultad de Letras. Me llevaría unos tres o cinco años de edad.

-No se te vaya a ocurrir hacerle ninguna proposición -me advirtió enérgicamente mi madre, disposición que acaté con tal rigor que hasta la fecha ignoro el nombre de tan bella dama.

Fue en ese evento que aprendí a dominar mis instintos y separar los aspectos laborales de las emociones primarias. También di mis primeros pasos como arreglista, llegando a transcribir -como Dios me dio a entender- unos romances españoles en notación del siglo XVII. Yo no lo sabía, pero advertí que algo no cuadraba con el ritmo. Y los arreglos que hice probablemente serían severamente cuestionados por un musicólogo moderno. Pero los hice y a nadie le pareció mal. Después, los armonicé, con ayuda de mi profesor de guitarra, quien era ni más ni menos que Alfonso Moreno. La sala chica del Teatro del Estado estaba abarrotada. Al centro estaban Don Rafael Murillo Vidal y su esposa, Doña Virginia Cordero. Cuando terminó el evento, sentí un vacío tan intenso como cuando escuchaba la melodía de violines al unísono, en el ya citado pasaje de "La Inconclusa". Otro ciclo de mi vida se había cerrado para siempre. Había vivido momentos intensos en el teatro y parecía que nunca más volvería a estar de ese lado del escenario. A decir verdad, la mayor parte del tiempo la he pasado en el lado de los espectadores, aún siendo una de las estrellas del evento. Como fue el caso cuando se estrenó "La Arbolaria", una coreografía colectiva creada por los alumnos avanzados de la Facultad de Danza de la Universidad Veracruzana y con música de mi autoría. La historia estaba basada en una leyenda amorosa de Tlacotalpan. La trama era triangular. Y yo venía de haber descubierto "La Coronación de Poppea" de Monteverdi en el Conservatorio Nacional de Música y de estar a punto de divorciarme de mi primera esposa. Eran los tiempos del rector Bravo Garzón, el Luis XIV de los veracruzanos. El que estas líneas escribe, daba clases de música en aquella facultad. Mis alumnas eran Leticia Bravo, Rosa Areli Martínez, Beatriz y Natalia Juan Gil, María de los Angeles González, Patricia Fuentes y mi actual esposa, Angélica Ramírez, entre otras personas. El piano lo tocaba César Trejo Viazcán y la batería Adolfo Domínguez. Las generaciones actuales de bailarines envidiarían la cantidad de público que se reunió en aquella ocasión.

Todos estos recuerdos y muchos más estaban latentes cuando escribí mi ensayo para el libro conmemorativo. Pero no se trataba de plasmar mis emociones y mis recuerdos. Bueno, en parte sí. Lo importante era ser objetivo, decir la verdad y hacer justicia, dándole a cada quien lo suyo... en 16 páginas. De hecho, hubo un momento en que se habló de hacerlo en cuatro páginas. Tan sólo la O.S.X. es un habitante del teatro que a lo largo de estos 50 años ha dado un concierto cada viernes, salvo unos cuantos días de vacaciones. Se han escrito extensos libros sobre esta orquesta, la cual es la más antigua del país. Y no se ha escrito todo lo que ocurrió. La misma Universidad Veracruzana, de la cual depende la O.S.X. desde hace mucho tiempo, desechó programas de mano, carteles, notas de prensa. Estos documentos pasaron de ser instrumentos comunicativos a ser basura, antes de convertirse en documentos históricos. No bastaba con los que yo tenía en mi colección. Fui a ver a Benito López, quien trabajó en el Teatro por varias décadas, hasta jubilarse. Alguna vez me había:

-Maestro, cuando guste le obsequio los programas de la O.S.X. Son testimonios.

Pero yo no hice caso. Y es que yo era profesor de Historia de la Música en la U.V. Pero los planes de estudio no me daban para hablar de nuestra institución orquestal con tanto detalle. Confié en que Benito y la Universidad Veracruzana los conservarían. Además, nunca me imaginé que algún día se me tomaría en serio y se me invitaría a escribir la historia musical del Teatro del Estado. Con el tiempo, pagué las consecuencias por esa falta de optimismo. No obstante, Benito López me proporcionó varios programas de mano. El más antiguo fue el relativo al primer festival Casals en Xalapa, mismo que aparecerá en el libro. Si bien ese evento no se llevó a cabo en el desaparecido cine-teatro Lerdo, fue uno de los detonantes del proyecto que daría origen al Teatro del Estado. Con todo y que el sitio era una joya arquitectónica como lo son el teatro Llave de Orizaba y el Pedro Díaz de Córdoba, fue demolido en tiempos del Gobernador Fernando López Arias. Una razón fue la pésima acústica del lugar. Otra, me imagino, el olor de los escusados. La capacidad de aquel lugar ya era insuficiente al final de los sesenta. Tampoco contaba con un área de estacionamiento. Mi opinión es que ese edificio debió preservarse y restaurarse, en vez de ser derruido. En fin, que palo dado ni Dios lo quita.

Ante la falta de evidencias que respaldaran mis recuerdos infantiles y juveniles, acudí a la hemeroteca de la USBI, solo para llevarme la sorpresa de que su colección iniciaba a partir de marzo de 1985. ¡Los periódicos anteriores habían desaparecido! Me trasladé al Centro Cultural Ruben Pabello justo en el momento en que iba a estar cerrado una larga temporada por remodelación. Mi amigo Juan Barrientos, quien probablemente tendría una gran cantidad de recuerdos, andaba en París e iba a regresar cuando yo tenía que entregar el resultado final de mi escrito. En "El Diario de Xalapa" no me querían prestar los números anteriores a 1985, porque se estaban desbaratando. En el Archivo General del Estado de Veracruz, tampoco. Acudí con Héctor Herrera para plantearle el problema y le solicité un salvo conducto con el cual pude tener acceso a la hemeroteca del archivo general del Estado de Veracruz. Así tuve acceso a las publicaciones del Diario de Xalapa de 1962 a 1970. Aunque había numerosos ejemplares y páginas mutilados y desaparecidos, la información me desbordó. Para avanzar rápido, me llevé mi cámara fotográfica y mi grabadora de reportero. El Maestro Fernando Ávila Navarro me confió amablemente su colección personal. Además, me concedió una entrevista que me amplió el panorama con relatos de primera mano provenientes de uno de los protagonistas de la historia. También entrevisté a los maestros Enrique Velasco del Valle y Rafael Jiménez Rojas, así como a Alberto de la Rosa y Jorge Arteaga. Benito López me comunicó que en el cuarto de máquinas había una gran cantidad de carteles, que hablaban por sí solos. Y así fue. Aunque no pude entrevistar a otros grandes protagonistas como lo fueron Alfonso Moreno, Francisco Savín, Luis Herrera de la Fuente o Guillermo Cuevas, la verdad es que mi problema era como decir tantas cosas en tan poco espacio sin cometer injusticias. Tampoco quería dejar fuera mis vivencias artísticas en el Teatro del Estado, por pocas que hayan sido. Así que abordé una estrategia narrativa que me permitió tomar como columna vertebral la historia del paso de la OSX adelantándome en el tiempo cuando había algún tipo de conjunto o solista que me permitía hacerlo y regresando a la línea principal de la narración. De esta manera desfilaron el Coro de la Universidad Veracruzana, los guitarristas, los jazzistas, los folcloristas y la Orquesta de Cámara de Xalapa, entre muchos otros.

En resumen, escribir "Música y ópera" fue volver a vivir momentos maravillosos y recordar a personajes entrañables y hasta emblemáticos de nuestra ciudad, como lo es "El Juanote". Quiero decir con esto, antes de despedirme, que lo escrito en ese ensayo, es la punta del iceberg de toda la actividad musical del Teatro del Estado. Y es que se dicen fácil las palabras "Cincuenta años", pero cincuenta años son medio siglo. Es maravilloso como un recinto de esta naturaleza ha estado trabajando incansablemente cuando otros edificios similares ahora son tiendas de muebles, estacionamientos o cualquier otra cosa menos teatros. Les recomiendo ampliamente que consigan este libro y que visiten nuestro Teatro del Estado, el cual se está renovando con la idea de regalarnos otro medio siglo de música, danza, teatro y las emociones que emanan de estas disciplinas.






No hay comentarios:

Publicar un comentario