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viernes, 7 de junio de 2019

ANDROCAX (CUENTO)

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ANDROCAX

Por Francisco González Christen


   Trabajaba en la Secretaría de Desarrollo Social. Era un hombre de honor. Tenía que mantener una familia y por su edad ya no le era fácil conseguir trabajo. De modo que pactó con un ex Gobernador de triste memoria a fin de poder tener con qué responder a su progenie.  Androcax tenía la capacidad de analizar las estadísticas y emitir pronósticos muy certeros. El ex Gobernador aprovechaba sus análisis para jugar en Las Vegas y recuperar el dinero que había tomado prestado de las arcas públicas. Pero, cuando lo reintegraba, desviaba grandes cantidades de éste en empresas fantasma y sólo pagaba una cantidad mínima de todo lo que debía. El ex Gobernador, complacido con los análisis certeros de su subordinado, le ofreció ser Secretario de Planeación y Finanzas del Estado, a cambio de seguir  compartiéndole sus predicciones en el hipódromo, en Las Vegas, en la Lotería y en los pronósticos deportivos. Androcax sabía que de seguir por esa línea los dos acabarían muy mal, de modo que rehusó el cargo. El ex Gobernador hizo un gran coraje y lo despidió del trabajo. Lo boletinó en todas las dependencias de gobierno y en cuanta empresa tenía influencia alguna. De modo que Androcax no volvió a trabajar más. Sabía que de todas maneras acabaría en la ruina, pero que era preferible hacerlo con dignidad.

   Las administraciones cambiaron, pero los nuevos inquilinos del Palacio de Gobierno no creían ni en la honorabilidad de Androcax, ni en la certeza de sus predicciones. El haber colaborado con aquel ex Gobernador lo había convertido en un apestado. Ocurría lo mismo en las empresas de la iniciativa privada. De modo que salió a pedir dinero a las calles. Hacia creer a sus potenciales donadores que estaba pasando por una situación temporal ocasionada por la crisis de cambio de Gobierno. No era así. El cambio era definitivo. Lo que le aportaban los conductores de automóvil que abordaba era insuficiente para sostener a su esposa e hijos. Se convirtió en un bicho raro, hediondo y parasitario. Su estirpe renegó de él. Prefirió dejar el nido e irse a vivir a los puentes. Siempre tratando de conservar su dignidad, sus ropas limpias que lo acreditaban como gente de bien, como gente que ha estudiado y que está pasando por una mala racha temporal.

   Se trasladó a la estación de ferrocarriles. Esperó a que llegara la noche. Se subió al vagón de un tren de carga. Compartió el sitio con algunos emigrantes centroamericanos. Les predijo el futuro.

   –¿Para qué quieres ir a Estados Unidos? Te espera un frío muro que no podrás cruzar.

    No le creían. Con gran tristeza veía su futuro. Algunos hasta perdían la vida o algún familiar querido. Pero ya no estaba en la oficina, con las estadísticas en la mano. No tenía credibilidad. En la Ciudad de México no lo conocían. Tal vez ahí podría abrirse paso: si tan sólo lograse mejorar su retórica, para hacer más creíbles sus predicciones.

   El tren llegó a la Estación de Buena Vista. Caminó algún tiempo, hasta que llegó al Hipódromo de Las Américas. En el trayecto, había juntado algunas monedas con las que compró unos folletines que hablaban sobre los caballos, los jinetes, los entrenadores. Las revistas traían estadísticas. Con eso, un pedazo de papel cuadriculado, un lápiz y una goma tenía más que suficiente. Vendería sus pronósticos a los apostadores. Él no podía apostar con frecuencia, pues el ganar una y otra vez despertaría sospechas. O lo haría un blanco fácil para la delincuencia organizada: podrían secuestrarlo para pedir un rescate; y, como la familia se había olvidado de él, nadie lo pagaría. Era preciso actuar con bajo perfil.

   Sus ropas se habían deteriorado, pero aún se percibía que eran de buena marca. Sobretodo le ayudaba su porte: podría ser un actor de cine, teatro o televisión venido a menos, pero con dignidad. Algunas veces la diferencia entre un artista y un clochard es la actitud ante la vida, pues mientras uno es creativo y está a la espera de un golpe de suerte que lo saque de la pobreza, el clochard ya no espera nada. Más que la creatividad o la sabiduría es la esperanza la que hace la diferencia. Porque los clochard son hombres sabios que pueden predecir el futuro y los artistas no siempre. Aunque muchos artistas también son visionarios que anticipan el futuro y nadie les hace caso.

  Androcax deambulaba por las gradas del hipódromo con sus documentos. Cuando nadie se fijaba en él, compraba una quiniela y ganaba algún dinero para sobrevivir, pero con cantidades que por su discreción no podían despertar sospecha alguna sobre él. El peligro de dejarse llevar por la ambición era grande: la policía podría creer que tenía vínculos con las mafias de apostadores en tanto que los malandros creerían que tenía una familia a quién extorsionar.

   Pese a ganar algunas apuestas difíciles, pocos eran los que confiaban en sus predicciones. Y a veces lo único que había que decirle a los apostadores era que no lo hiciesen. Apostarle al desconocido es un albur, apostarle al favorito no sirve para nada, porque al apostar todos por él la ganancia es mínima.

  En el hipódromo ésta era una tarea bien difícil: después de una apuesta fallida, muchos acaban desplumados y aunque necesitaban de un pronóstico certero, no tenían con qué pagarlo. Androcax  lo sabía. Ésta, era una tendencia definitiva.  Ya nada había que hacer en el hipódromo. De modo que llegó el momento en que por no haber vendido un solo pronóstico, Androcax decidió solicitar donativos para sobrevivir. Lo esperaba un semáforo en el cruce de Amores con Avenida Félix Cuevas. A algunos donantes les predecía el futuro. A ellos les parecía divertido, pues pensaban que estaba loco o drogado. Más les valdría hacerle caso, pues al rato llegaban a la funeraria metidos en una caja. Él les informaba cuál era el peligro, quién los quería matar e incluso quién podría protegerlos. Algunos le tenían miedo, pues pensaban que era un “Halcón” de algún grupo criminal y cerraban la ventanilla del auto. Uno de ellos estuvo a punto de cercenarle los dedos.

   Había un escritor que pasaba con frecuencia por ahí y lo observaba, dado que su porte era distinguido y llevaba con dignidad sus canas. No era un clochard cualquiera. Su ropa comprada hacía dos décadas había sido de lujo. Ahora se notaba demasiado lavada. Era una paradoja, se notaba demasiado lavada a la vez que se advertía que no había sido lavada en mucho tiempo. O por ser lavada en la fuente de algún parque público estaba percudida. Androcax se limitaba a pedirle un donativo, en tanto que el escritor lo observaba. Le parecía conocido ¿Quién era? ¿Acaso un artista de teatro que perdió la razón y por consiguiente el trabajo? ¿Un coreógrafo? ¿Un biólogo? ¿Un economista? Era un poco de todos y ninguno a la vez.

   Pasó el tiempo y el escritor dejó de ver al clochard por una temporada. Hasta que el destino los volvió a reunir. El artista lo observó, como de costumbre. El clochard le devolvió la mirada escrutadora. El artista sacó una moneda de la bolsita que llevaba adherida al cinturón. Era una moneda grande. Se arrepintió. La quiso guardar y tomar otra. Pero el tacto le advirtió que las otras monedas eran de mayor valor, de modo que retomó la moneda de cinco pesos y se la entregó. El clochard vio esto y no se pudo aguantar. En vez de agradecer la moneda le dijo:

   –Pídale protección a Joaquín Torres. Él lo podrá ayudar en estos tiempos difíciles. Ya sabe cómo está la situación del país. Hay demasiados malandros. Yo lo envidio a Usted, señorito. Pero cuídese, se parece a un familiar de Carlos Slim.

   La luz verde se colocó en el semáforo. El artista tenía que reiniciar su marcha. Los automovilistas de atrás hacían sonar sus bocinas de manera majadera y desesperada.

   –Por favor, retírese de la ventana, voy a mover el auto y no quiero lastimarlo.
  –No quiero–. Dijo el clochard y se aferró al vidrio de la ventanilla.

   El artista aceleró suavemente, el clochard insistió un poco más. Los otros automovilistas aumentaron la presión sonora que emitían desde la bocina de su claxon. El clochard soltó por fin la ventana y el artista se alejó de ahí, pensando en que la miseria prolongada había enloquecido al pobre hombre, quien merecía un destino mejor sin imaginar que quien lo merecía era él mismo.

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