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sábado, 28 de junio de 2014

El agradecimiento, se agradece.

¡Qué hermoso es cuando un ser humano se topa con otro que es agradecido! Ayer y ante ayer, los alumnos de Escuela Primaria Enrique C. Rébsamen de la generación de 1968-1974 organizaron una serie eventos para recordar, agradecer y rendir un cálido homenaje a sus profesores. Muchos de estos alumnos ahora son destacados profesionistas: abogados, músicos, médicos, etc; no faltó quien eligió la carrera de profesor, para seguir con el ejemplo de sus maestros. Qué bueno que todavía haya gente que recuerde y agradezca a quien le enseñó a leer y a escribir las primeras letras. A su vez, los profesores homenajeados respondieron con vibrantes y breves discursos. En uno de ellos, una profesora hizo un recuento de la historia de la esta escuela, proporcionando atractivos datos históricos: por muchos años, el corazón de Enrique C. Rébsamen, eminente pedagogo suizo y fundador de la primera escuela Normal de México,  estuvo guardado en una caja metálica y adentro de un muro. Hasta que alguien gestionó el traslado del corazón a la tumba donde está el resto del cuerpo de tan distinguido educador. Muchos años después, de esta institución egresaron (cada uno a su tiempo) tres niños que posteriormente se convertirían en buenos gobernantes de Veracruz: Marco Antonio Muñoz, Rafael Hernández Ochoa y Agustín Acosta Lagunes.
Mi esposa fue una de las profesoras de la Rébsamen por treinta años y fue una de las homenajeadas, razón por la cual me tocó acompañarla al festejo de ayer en la noche, en el Casino Español. Tras la proyección de un documental y unos breves discursos relativos al evento, el maestro Roberto Aguirre Guiochín nos deleitó con su hermosa guitarra pulsada por sus ágiles y emotivos dedos. Roberto fue uno de los alumnos de mi esposa. Posteriormente, cantaron tres muchachos de un grupo llamado Ópera Juvenil de Xalapa, quienes cantaron arias de óperas famosas y canciones mexicanas e italianas, para mayor deleite de los ahí presentes. Una de las canciones fue Veracruz, de Agustín Lara, la cual empecé a cantar. Para fortuna mía y de los presentes, el tequila y los mariachis me afinaron, pues la chica que la estaba cantando me puso el micrófono cerca de la boca. Después, el orador anunció uno de los eventos más ansiados: la cena, la cual, tras un brindis con champaña, aplicó a todos los presentes en una especie de trance colectivo: unos comimos y bebimos más rápido que otros, pero todos lo hicimos. Tras un intercambio de diplomas y agradecimientos mutuos, intercalados con unas cuantas bromas de buen gusto, inició el baile, al son de las vibrantes notas de Fiebre de sábado en la noche, para evocar la atmósfera setentera de los alumnos, quienes egresaron de la primaria en 1974. Nosotros nos retiramos, pasando la media noche, pero la fiesta prosiguió no sé hasta que horas.

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