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lunes, 22 de junio de 2020

CRÓNICAS PANDÉMICAS. CAPÍTULO 26.

CRÓNICAS PANDÉMICAS.
CAPÍTULO 26.

   Pedrito vivía en la zona más árida de la Huasteca Potosina. Sus padres emigraron al norte, en busca del sueño americano. No quisieron exponer a su hijo a los peligros que conlleva el cruzar el río Bravo de manera ilegal. Pedrito no sabe si llegaron con vida a ese paraíso o si cambiaron de rumbo y acabaron en el paraíso celestial. Ninguna de las dos ideas le agradaba, pero lo hería aún más una tercera: lo dejaron en la casa de la tía porque les estorbaba, porque no lo querían. Para el caso, daba lo mismo: estaba solo, la tía tenía que trabajar y por las noches se iba horas y horas con el novio. A menudo regresaba poco antes del amanecer.
    Lo bueno de los campos desérticos, en la opinión de Pedrito, es que eran canchas de futbol al natural. Dos pares de árboles secos eran las porterías. A él y a sus amigos no les importaban las piedras y los trozos de grava que endurecían la cancha y sacaban sangre en cada lance debido a una caída violenta, fuese una barrida, una atajada del portero o el resultado de una zancadilla fraudulenta.
   Él era el Chicharito, Juan era Messi, Martín, era Pelé; Salvador era Maradona y el novio de la güera María era Piqué, pues cada uno de ellos era un crack, de los mejores de cualquier época.
   Todas las tardes se reunían después de las cuatro, a dos horas de haber comido, para evitar la congestión, si bien a veces no hacía falta tomar tantas precauciones, porque la comida era frugal, cuando la había. Jugaban hasta que el sol se ponía grande, anaranjado rojizo y el paisaje se tornaba de un color pardo oscuro, como si fuesen las estepas del infierno iluminadas por grandes fogatas y ellos unos diablillos jugando al calor de esa atmósfera. No importaba que no hubiese agua para bañarse, ni siquiera para limpiarse los raspones. La tía siempre dejaba un sartén de frijoles refritos y otro con quelites salteados. Con eso y unas tortillas recalentadas en el comal era más que suficiente.
   El futbol era algo mágico, el futbol lo llenaba de alegría y de energía positiva. Algún día sería grande; y, tras de jugar en la tercera fuerza municipal, iría ascendiendo hasta jugar en un equipo de Primera División. Y, ¿por qué no? ¡Sería seleccionado nacional y defendería con orgullo los tres colores de la bandera nacional! Lo contrataría un equipo internacional y con el dinero recibido haría excavar pozos a los que se les extraería el agua con bombas eléctricas, haría construir canales, molinos, silos, un estadio de futbol, hospitales, mercados, escuelas y así San Juan de los Peñascales sería un lugar próspero y sus padres ya no tendrían que trabajar en el norte. Regresarían a casa y la familia se reuniría de nuevo. Pues no había nada más sagrado para Pedrito que la familia. Pero llegaron los tiempos del COVID19. Él no quería creer que el virus fuese algo cierto: si él no lo veía, éste no existía. Nadie se murió del maldito virus en San Juan de los Peñascales. Pero algunos amigos dejaron de ir a los partidos. Al poco, ya nada más quedaban tres, quienes tenían que conformarse con jugar a “el que mete su gol, para”. Cada vez que Pedrito se cansaba de patear la pelota, anotaba y pasaba a defender la portería. Pronto quedaron dos. Lo mejor que podían jugar era a ganar una serie de penalties. Eran Pedrito y Juanito, el novio de María.
   Pedrito nunca supo si Juanito se aburrió o en su casa lo encerraron sus papás para ponerlo a salvo del virus. Las canchas habían vuelto a ser lo que siempre habían sido: unos páramos inhóspitos, sedientos e infinitos. Sin las voces de los adolescentes, al final del atardecer la sierra se veía triste y oscura. La tía también se encerró. Pero se encerró con el novio. Pedrito sólo escuchaba el rechinar del catre durante diez o quince minutos y después un silencio de cuatro horas, hasta que el catre volvía a rechinar. Otras veces, la tía se iba con el novio.
   –Ya sabes dónde están las tortillas, los frijoles y los quelites. Enciende y apaga con cuidado la estufa. Me voy de compras a la ciudad.
   El viaje a la capital le tomaba dos días. Pedrito se quedaba solo, sin sus padres, sin sus amigos, sin el futbol. Tal vez sus padres habían muerto ahogados en el río Bravo. O los habían asesinado en los Estados Unidos. Era lo más probable; porque, al menos su madre sí le escribiría una carta o les mandaría una remesa, como lo hacen los padres de Salvador.
   Pedrito se reuniría con sus padres sin esperar a que acabase la cuarentena, la cual parecía infinita. Aunque el sol ya tiñe de rojo al horizonte, aún se puede ver algo en aquel páramo solitario. Pedrito se acerca al pozo. Tira de la correa hasta que la cubeta queda fuera, y con un cuchillo la separa de la cuerda. Después separa a ésta del travesaño del pozo y se la lleva a casa. Se sube a una silla, la hace girar, la lanza, falla una y otra vez hasta que logra pasarla al otro lado de la viga. La amarra fuertemente. Con el otro extremo ata el lazo que habrá de quitarle la vida. Antes de suicidarse, escribe en un papel “perdóname tía. Pero no soporto vivir sin mis padres y sin el futbol”.

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