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jueves, 25 de junio de 2015

La ópera: música y pasión.

La verdad, es que yo pasé mucho tiempo en la casa de un gran aficionado a la ópera: mi abuelo materno. Cada fin de semana encendía religiosamente su pequeño receptor de radio, un aparatito de bulbos con una bocinita pequeña, se preparaba alguna bebida de jugo de lima con ginebra, pues al lado del receptor de radio tenía una cantinita personal, y se pasaba horas y horas oyendo aquellas voces (que en aquel entonces me parecían alaridos interminables y de mal gusto). Siempre me llamó la atención la lealtad de mi abuelo por el género. Si la ópera salía por televisión, era obligación verla con él y mi abuela. No se imaginan que tortura tan grande fue para mi ver completa en una pantallita de blanco y negro de los años sesenta "Tanhauser" o "Tristán e Isolda", sin tener la más remota idea de qué estaban hablando los personajes. Hasta que un día, el Maestro Manuel Enríquez, en una conferencia, nos hizo ver que esa manera de transmitir la ópera era errónea: había que presenciarla en vivo y sabiendo de qué trataba la historia. Convino con nosotros en que no había nada más aburrido que escuchar los cuatro o cinco elepés de una ópera en idioma extranjero sin saber de qué se trataba. Pero que las personas que sí entendían los parlamentos de los personajes y asitían a representaciones en vivo, estarían dispuestas a defender con la vida el derecho a asistir a una ópera. Se lo comenté a mi abuelo. Le dije que Puccini me caía gordo por cursi, reaccionario y copión. No le importó. Un día me dijo: tengo tres boletos para ver Madame Butterfly en Bellas Artes. No quiero ir. No sabes de lo que te pierdes. No juzgues antes de saber. Bueno, no tengo nada que hacer ese día, vamos.
Quedé maravillado por la puesta en escena: lujo en el vestuario, excelente producción. La orquesta, maravillosa. Me percaté de que Puccini era tan moderno e impresionista como mi adorado Claudio Aquiles Debussy. Pero con un estilo un tanto diferente. De modo que no era un simple copión. Y ni qué decir del efecto dramático que el argumento de esa ópera causó en mí. Nunca más volví a hablar mal de la ópera.
Posteriormente, ya siendo profesor de Historia de la Música en la Universidad Veracruzana, tarde o temprano tuve que abordar el tema de los origenes de la ópera. Me llamó la atención el proceso de la Camerata Fiorentina, empeñada en hacer recitar de manera adecuada las antiguas obras de teatro grecolatino, cantadas de principio a fin, pero con una técnica vocal que había desaparecido por siglos. Como resultado, inventaron un nuevo estilo, un estilo que revolucionó la Historia de la Música: la melodía acompañada por acordes. En un principio, la ópera fue para engalanar las fiestas importantes de algunos nobles y familias de banqueros. Como fue el caso de la boda de Maria de Médicis con Enrique IV de Francia. Unas décadas después, los venecianos tuvieron el acierto de contratar teatros para exhibirlas a todo aquel que tuviera el suficiente dinero como para comprar el boleto de entrada. Esto contribuyó a cambiar aún más el discurso musical, que se hizo más sensible a los gustos de un público más numeroso. Los argumentos cambiaron: de historias mitológicas donde los dioses siempre derrotaban a los humanos, a historias protagonizadas y antagonizadas por humanos. El resultado era más imprevisible; y, por consiguiente, el suspense más intenso. A menudo me permití el símil con las películas de Superman y de Batman. Las del hombre murciélago se prestan a argumentos mucho menos predecibles, dado el carácter humano de Batman, cuyas fuerzas no son tan superiores a las del Guasón o las del Pingüino. Incluso las películas de Superman necesitan la kryptonita para debilitarlo y dejarlo a la altura de las fuerzas de Lex Luthor.
Otro aspecto interesante era el de la guerra entre las divas, que llevó a tener a todo mundo de cabeza: el libretista y el compositor tenían que escribir exactamente como la diva se lo ordenaba. Y si, "para poder acomodar bien la voz" el libretista tenía que escribir que la lluvia caía desde abajo hasta arriba, así se tenía que hacer. So pena de no salir a escena y arruinar económicamente al productor.
Y más interesante aún fue la guerra que se desató en Francia entre serios y bufonistas, entre italianos y franceses. Del lado de los serios militaban compositores de la talla de Alessandro Scarlatti, y de los no serios, Pergolessi. Luis XIV de Francia se enamoró de la ópera y el ballet desde temprana edad, y ya siendo monarca, impulsó ambas actividades con gran decisión, siendo él mismo un personaje: el rey sol, nombre que aludía al color de su cabellera. Su compositor favorito era un florentino de apellido Lully (Lulli, en italiano). Ambos fueron personajes clave para fundar la escuela de ópera francesa. Como Luis XIV se gastaba los dineros del reino en producir sus fastuosas óperas, su esposa, la reina, ordenó apoyar al bando contrario, al de los italianos, pagando a un crítico para que desacreditara al modelo francés. La idea era que ese dinero se destinara de nuevo a comprarle suficientes joyas, como correspondía a su estatus de Reina. Cuando Luis XIV percibió el sospechoso desinterés del público francés en la fastuosa ópera francesa, interes por lo demás injusto e ilógico, ordenó investigar. Cuando se enteró que tras del crítico nefasto estaba la mano de la reina, en vez de mandar a desaparecer al personaje molesto, él contrató a todos los demás enciclopedistas franceses para que elogiasen al modelo de ópera francés. Con esto se inició una guerra que duró cien años y se resolvió hasta que el alemán Gluck le dió la victoria al bando francés, pasando por su rival italiano de apellido Piccini. Victoria, al parecer pírrica, pues los italianos se recuperaron rápido. Lo que llama la atención aquí es que la ópera se convirtió en asunto de Estado.

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