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viernes, 15 de mayo de 2020

CRÓNICAS PANDÉMICAS. CAPÍTULO 10.

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CRÓNICAS PANDÉMICAS.
CAPITULO 10.

Saludo a los maestros.
   Hoy es quince de mayo. Felicidades a todos los maestros del mundo, espero que se la estén pasando bien pese al encierro. ¡Qué diferencia de hace unas décadas! El sindicato pagaba una gran comilona o mejor aún una cena en un espacioso salón de eventos. Salones que ahora están dedicados a otra cosa, porque la caída del sistema neoliberal los llevó a la quiebra. Y ahora, pues estamos peor.
   El local de la academia Epifanía es demasiado pequeño como para haber hecho un castillo como el del príncipe Próspero del cuento La máscara de la muerte roja de Edgar Allan Poe. En cambio, en el antiguo museo de tecnología sí se podrían haber diseñado salones iluminados cada uno con un color diferente. Claro, evitando el de los telones negros con luces rojas y sin el destartalado reloj que ponía los nervios de punta a los invitados del príncipe cada vez que sonaba.
   Nosotros paramos el 15 de marzo, no nos esperamos hasta el día 20; aunque, a decir verdad, yo no creía que un pinche catarrito nos fuese a cambiar nuestro estilo de vida y a tumbar todos los proyectos que teníamos para este año. Pero las alumnas dejaron de asistir y los padres compartían información relativa al coronavirus en el grupo de Whatsapp de la escuela. Me sentí como un monstruo. Y donde la escuela se fuese a convertir en un foco de contagio no me la iba a acabar. De modo que me adelanté cinco días y me fui a Sams, Costco, Wallmart y Chedrahui a comprar más de mil rollos de papel higiénico, latas de leche en polvo, vegetales congelados, varias cajas de cerveza, vino y licores, semillas de lechuga, acelga y berenjena, macetas, tierra para macetas, abono de borrego y otros fertilizantes, atunes, sardinas, machaca, jamón serrano y hasta chilorio enlatado, para sobrevivir a la cuarentena.
   Me sentí un poco mal con la gente que se quedó fuera de mi casa. Pues, como ya dije, nuestra academia no se podía comparar con la abadía almenada del príncipe Próspero. Y tampoco podía disponer del local del museo de tecnología. La que más me dolió, fue Doña Petronila, la señora de las tortillas; aunque, ahora que lo pienso bien, tal vez trabaja para Soros y no se la está pasando tan mal.
   En la casa hay un gran cuarto que iba a ser el salón de danza de mi esposa, para dar clases ahí y no pagar renta. Pero no nos duró mucho el gusto y tuvimos que llevarnos la academia Epifanía a otro lugar porque los vecinos estaban amenazando con demandarnos porque estábamos violentando el reglamento de uso de suelo del fraccionamiento, el cual es exclusivamente habitacional. No se pueden poner academias, tiendas, oficinas, hospitales, cantinas ni nada que implique una actividad comercial. Así que ese cuarto vacío nos sirvió de bodega. Pero ahí es donde mi nieta vio al monstruo el otro día. No deja de ser un acto de egoísmo encerrarse bajo siete llaves, bien pertrechado, mientras afuera la gente se muere de hambre y de enfermedad.
   Por fin le tomé sentido al cuento de Poe y a La Valse de Ravel. Resulta que son la misma historia. En la década de los sesenta del siglo pasado teníamos la conciencia feliz, jugábamos al aire libre en parques, canchas de futbol, íbamos a fiestas muy concurridas, nos reuníamos en el desaparecido Terraza Jardín a oír a Los Joao y la música de Debussy y Ravel se me hacía perfectamente natural, con la cual sorbía la espuma de la vida con un popote. Excepto con La Valse, porque se me hacía más que fea al principio y al final demasiado ruidosa y desquiciada ¿Cómo Ravel podía haber escrito algo así?  Y en la parte central se componía, pero sonaba trasnochada, como para musicalizar una orgía de erotismo entre el protagonista y cuatro vampiresas, las que, mientras no enseñen los colmillos, son muy atractivas.
   Por supuesto que no creo en la teoría del eterno retorno de Nietzche y no me da miedo saber que Ravel escribió ese poema coreográfico en tiempos de la gripe española.
   En aquella época de mi adolescencia, me enfermé de una tifoidea que me llenaba de fiebres y escalofríos y me obligó a estar dos semanas en cama. Mis padres no tuvieron mejor idea que regalarme un disco de trovadores de la Edad Media y los cuentos de Edgar Allan Poe, “para que le sacara provecho a la enfermedad”. Y creo que tuvieron razón: la peste bubónica, la música de los trovadores, las fiebres y los escalofríos ¿Qué más podría pedir? Era como ir a ver la película en una sala 4d.
   Durante mi estancia en Morelia, varias décadas después, alquilé una casa sin muebles, para hacer mi año sabático. Adquirí lo indispensable: una mesa de palo y sus respectivas sillas, un frigorífico, una cafetera y una parrilla de gas de dos quemadores, más un sofá cama para dormir. En un periodo vacacional, mi familia me alcanzó y se llevó unos sleeping bags y una televisión vieja. Sucedió que, una noche, se fue la luz y aún era temprano. Nadie tenía sueño, pero no se podía ver la televisión. Lo único que se me ocurrió fue prender unas velas y leerles el cuento de La máscara de la muerte roja. Fue una experiencia estética y familiar encantadora. Fue cuando percibí la belleza de los salones de la abadía decorados con vitrales góticos, alumbrados de manera indirecta y cada uno con un color diferente, y también lo siniestro del salón con el reloj destartalado, las cortinas negras y las luces de color sangre.
   No hace mucho, hice una Maestría en Arte en el Instituto Realia; y, durante el segundo semestre, a fin de recabar fondos para el buen funcionamiento de la escuela, rentaron el patio de la escuela para mostrar una exposición de vampiros y licántropos; pues el patio está techado, con la idea de hacer exposiciones de pintura y otra clase de eventos.
   El local se parecía al cuarto negro del cuento de Poe, lleno de cortinas de terciopelo negro. A la entrada de la escuela había un hombre lobo gigante. Recuerdo que me invitaron a musicalizar el spot publicitario de la exposición y yo tomé un grito de mi mujer, lo dupliqué, la primera versión la puse en reversa y empalmé el material de tal manera que no se distinguía cuando se pasaba de la primera versión a la segunda, de manera similar a la curva del COVID-19, que por estas fechas se supone que se está aplanando.
   Al grito manipulado de mi esposa le puse reverberación, de modo que se oyese como un ánima en pena, o de plano, como La Llorona. Un día me quedé por ahí cerca para ver la eficacia de mi música. Por fin pasó un pobre diablo justo en el momento del grito. El pobre hombre volteó hacia su derecha y vio al hombre lobo de dos metros de altura. Se quedó paralizado, con la boca abierta, al igual que una momia de Guanajuato. Chin, ya me lo cargué, no pensé que fuese para tanto.
   Me esperé hasta diez minutos para ver si el hombre reaccionaba. Seguía quieto y rígido como una estatua y a medida que el tiempo transcurría sentía que las puertas del infierno se abrían bajo mis pies. De repente, se enderezó, se sacudió como un perro mojado y retomó su marcha, no sin echar antes una mirada de rencor a la puerta de la escuela.
   Pregunté en Realia que cómo les iba con mi música.
   –Mejor la vamos a quitar. Ya dejó usted frías a cinco personas.
   –¿Frías como fiambres?
   –Es un decir, no se ha muerto nadie, pero lo vamos a quitar antes de que le dé el infarto a algún visitante.
   Sentí un alivio cuando me dijeron eso. Por cierto que en esa escuela el profesor de historia del Arte nos habló de la famosa máscara en forma de cabeza de pájaro que llevaban los magistrati della sanitá venecianos. Una de esas máscaras estaba dentro de la exposición. Yo estoy chimuelo y se me ocurrió enseñar mis colmillos y levantar mis brazos para jugarle una broma a una secretaria, la que se puso pálida y se fue sigilosamente de la oficina para nunca más volver a trabajar ahí. No debí haberlo hecho.
   En cambio la Danza macabra de Camille Saint Saens sí la entendí desde la primera vez que la oí y cada vez me gusta más: también hay una especie de reloj dando campanadas a las doce de la noche y sonidos crispados, secos como huesos, y trombones anunciando al juicio final. Siempre he sido un necio que ha querido que mi esposa hiciese una coreografía con esta obra. Después de todo es una danza y tiene abolengo: tiene que ver con las pestes de la Edad Media, donde la gente ya se sabía muerta y de plano salía a la calle a beber y comer, a bailar y a tener sexo antes de morir. Hay una abundante iconografía con hombres y mujeres bailando con esqueletos.
   Les cito nada más unos ocho versos:
Zig y zig y zag, todo el mundo se menea,
Escuchamos los huesos de los bailarines,
Una pareja lujuriosa se sienta en el musgo
Como para saborear viejos dulces.
Zig y zig y zag, la muerte continúa
Rasgando incansable su agrio instrumento.
¡Un velo cayó! ¡La Bailarina está desnuda!
Su bailarín la abraza con amor…
Quien quiera ver completo el poema haga click aquí:
   Una vez suspendidas las clases en Epifanía y la casa abarrotada de rollos de papel, botellas de vino y de cerveza, latas de leche en polvo y comida, la nevera llena de alimentos congelados, etcétera, no me quedó otra que entretenerme en los largos ratos de ocio. Tuve a bien leer el cuento de Poe y capturar la música de La valse en mi computadora:
   Estuve embebido en esta actividad hasta que dio la noche. Mi nieta volvió a gritar frente a la puerta del cuarto sin gente. Tal vez hay un animal o incluso un ladrón. Siento que un escalofrío me recorre el espinazo. Pero me pertrecho con un desarmador gigante que tengo ahí cerca y decido cumplir con mi función de padre de familia protector. Si se pone pendejo el ladrón lo voy a dejar como cojín de alfiletero. Una sabana que tiene una máscara veneciana de color rojo se dirige hacia mí. Pego un grito espantoso y todo se vuelve de color negro.

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