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jueves, 28 de mayo de 2020

CRÓNICAS PANDÉMICAS. CAPÍTULO 21.


CRÓNICAS PANDÉMICAS.
CAPÍTULO 21.

    El tiranosaurio se acerca por la izquierda con bastante celeridad. Javier y Don Catrín ven que a su derecha hay otra cueva. Ambos miden la distancia y calculan las oportunidades.

   –Pinches animalotes, que rápido corren –Dijo Don Catrín.
   –Corre –, dijo Javier.
   –Pero…
   Javier salió de la burbuja corriendo lo más rápido que pudo. Tuvo la suerte de correr como el actor que representó al Nosferatu de Werner Herzog, pues su zigzag era impredecible y el dinosaurio falló en todos sus intentos por atraparlo. Cuando vio que Don Catrín corría en línea recta, fue demasiado tarde, porque se había zambullido en la cueva. Javier encontró otra abertura y también se le escapó.
   El reptil sabía que estaban escondidos ahí, por lo que metió una de sus patas delanteras para atraparlos. Pero su pata era corta. Los esperará “a la salida”, como en los pleitos de la escuela primaria. Pasan la horas. Anochece. Les da sueño. Javier se quita el cinturón y lo amarra de dos estalactitas grandes. Le pide ayuda a Don Catrín, para colgarse de él, como un trapecista, con las corvas atoradas en el cinturón y la cabeza hacia abajo. Mecachis, este tío es un vampiro y me va a chupar la sangre de noche. Don Catrín, ya hemos dicho que es un novohispano de principios del siglo XIX y su idioma es una mezcla de español ibérico, con mucho vocabulario náhuatl y giros provenientes de varios calós que acabarían conformando el inconfundible acento del peladito del barrio de Tepito. Digamos que tenía un vocabulario de gachupín con acento chilango y muchos vocablos en náhuatl.
   Jaime Schütz, totalmente ajeno a los sufrimientos de sus amigos, se despierta con algo de trabajo. La cuarentena lo ha vuelto flojo. Todavía no se acostumbra al horario de verano. ¡Caramba! ¡Ya son cuarto para las once y parecen las nueve y cuarenta y cinco! ¡Llevo dos horas de retraso! Baja a la cocina, se prepara unos huevos estrellados con tocino y una olla de café negro. Se sirve su té anticovid en un vaso de cristal –pues podría ser de plástico, acotaría un catalán– y se queda embelesado viendo su color dorado. Destapa sus suplementos alimenticios: vitaminas, zinc, espirulinas, y se los toma con su te anticovid antes de ingerir su huevo con tocino. Al final saborea su café. Enciende el celular y sus tres amigos fifís le han llenado el Whatsapp:
   «El irresponsable de AMLO va a dar el banderazo de salida el próximo martes al tren maya de manera presencial acompañado de una numerosa comitiva y Felipe Calderón está muy enojado».
   «FRENA convoca a otra marcha fifí para el próximo sábado para protestar contra AMLO. No le temas al falso virus».
   –Ni como ayudar a los mexicanos–, le dije a mi hijo–. Uno de pendejo encerrado desde hace dos meses y medio mientras los chairos y los fifís compiten para ver quién saca más gente a la calle .
   –Déjalos que se contagien. Así habrá menos.
   –¿Qué dicen al respecto López Gatell y Diego Fernández de Cevallos? Cada uno pertenece a bandos contrarios, pero son gente pensante.
   –Nada.
    Veo un Whatsapp de mi mamá. Está muy enojada porque ando balconeando a la familia con estas crónicas y de ella no he mencionado una sola palabra. Le respondí que no es verdad, que el narrador en primera persona hace que la gente se proyecte. Pero, viéndolo bien, creo que es una indirecta. Bueno mamá, desde aquí quiero decirte que te quiero mucho y que eres la luz que me guía en mis aventuras literarias desde hace mucho tiempo. Desde que estrené mi última obra teatral me cuido mucho de que mis personajes no se parezcan a mi familia. Pero no puedo evitar que tengan algo de mí. «Haz lo que se te de la gana, pero estoy muy molesta. Hay autores que escriben bien sin nutrirse de sus experiencias personales». La verdad no sé que hacer: Francisco González Christen escribió «Veneno de nauyaca» con personajes e instituciones cien por ciento ficticios y la novela está “filtrada” porque por internet no se vende por más publicidad que se le haga; en cambio, físicamente es muy fácil venderla. Ya se agotó el primer tiraje. Pero ahora, con la pandemia, hay que esperar a que acabe la cuarentena para salir a imprimir más ejemplares y venderlos “a la antigüita”. Y con las iniciativas de AMLO y de FRENA, el número de contagiados se incrementará, y por consiguiente, también el número de semanas que tendré que pasar recluido. Por cierto que cuando estrené mi última obra de teatro, el tramoyista me cobró una cantidad exagerada de dinero y no pude pagarle una buena cantidad a los actores. La mamá de la actriz protagonista se enojó mucho conmigo. Luego ellas volvieron a producir mi obra, en condiciones que apuntaban a un fracaso en taquilla. Yo les dije de manera pacifica y respetuosa que esas condiciones les eran adversas. Luego me enteré, por boca de otra de las actrices, que Epifanía se olvidara de trabajar en Xalapa, pues yo le había gritado a la mamá de Nallely, la protagonista de mi obra, para que cambiase las condiciones de producción de mi obra. Pero que “Epifanía estaba quemada en Xalapa y tendría que irse a trabajar a otra ciudad para poder sobrevivir”. Yo le comenté a los bailarines de Epifanía que “íbamos a bailar un zapateado sobre el fuego de esa mujer” y se estremecieron. Yo lo decía como metáfora, pues lo íbamos a apagar con el zapateado. Pero no pensé que quienes se iban a quemar los pies eran los bailarines.
   Parecía que sí estábamos apagando el fuego, pues ganamos el apoyo de la SECVER y habíamos superado todos los obstáculos que nos dificultaron convocar a los alumnos necesarios para llevar adelante el proyecto. Pero se vino lo del COVID19. No cabe duda de que la mamá de Nallely es una bruja poderosa y loca. Pues por un quítame allá estas pajas –que además no es verdad– desató una pandemia que tiene en jaque a todos los gobiernos del mundo. Sólo así pudo detener a Epifanía, que está celebrando sus 20 años de existencia. Lo que no pudieron hacer la mafia del poder, W.C. Bush, Obama, Trump y lo que va de la 4t lo pudo hacer un minúsculo ser que ni siquiera tiene vida. Maldito coronavirus. Creo que la cuarentena me está volviendo loco. Mejor cambio de tema.
   Me preocupa la amiga Fifí Número Uno, pues es una señora mayor de setenta años y va a ir al convoy de FRENA. Quiere que yo también vaya. Cree que el virus es falso y que, en caso de no serlo, llenándose con dióxido de cloro antes de salir no le va a pasar nada. No hay nada que la haga entender. Su odio a AMLO es tal que prefiere darse un balazo en el pie antes que verlo seguir gobernando. Pero los diputados blanquiazules le quitaron la oportunidad a AMLO para que le revocásemos el mandato. Ahora no se pueden quejar. También me preocupa nuestro señor presidente, el también es mayor de sesenta años. Quiero pensar que el virus es un chupacabras moderno y todo esto es para que los fifís y las feministas se dejen de estar haciendo manifestaciones hasta que entre en vigor el nuevo tratado de libre comercio, el TMEC. Pero la Suprema Corte de Justicia, que es muy prudente en sus decisiones, acaba de acordar otra prórroga a sus actividades y ellos seguirán en cuarentena hasta el 30 de junio. Quiero seguir desarrollando mi estudio comparativo entre El dinosaurio de Augusto Monterroso y el cómic Turok, el guerrero de piedra que publicaba la editorial Novaro. ¿Dónde la dejé? Llevo varias horas buscándola. Mi esposa y mi hija dicen que en esta casa hay duendes. Me quieren volver loco. Eso no es cierto, pero, ¿dónde está la chingada libreta?
   Por la boca de la cueva donde están escondidos Javier y Don Catrín se asoma un rayo de luz: amanece. Don Catrín se despierta, se estira. Su amigo Javier sigue dormido, colgado del cinturón que amarró a las estalactitas, con la cabeza hacia abajo. Cerca de él, hay cientos de murciélagos que hacen lo mismo. Don Catrín no ve al dinosaurio. Se acerca a la boca de la cueva. Una mano de dinosaurio se mete rápidamente a la cueva. Trata de asir a Don Catrín varias veces. Éste se lanza al fondo de la cueva. El dinosaurio estira la mano. Está a cinco centímetros del pie de Don Catrín. El corazón de Don Catrín quiere salirse de su pecho. El dinosaurio se cansa, pero su ojo vigila la boca de la cueva. El tiempo corre. Javier no despierta. El dinosaurio se retira un poco, a fin de que no lo vean y otra vez se arriesguen a salir. Don Catrín, ahora que el dinosaurio deja pasar la luz, mide el tiempo con la sombra que proyecta una estalactita sobre una pared de la cueva. Ya debe ser la una de la tarde.  El estómago le protesta: tiene hambre. Don Catrín se desespera y despierta a Javier.
    –¡Órale güevón! ¡Despierta, que no hay nada de comer!
   –Ay güey, me acabas de desvelar.
   –Tengo hambre. Y el dinosaurio también. No podemos salir de la cueva.
   –Tengo cuatro espirulijas en mi bolsillo y dos cigarros. El café te lo debo. Pero hay muchos murciélagos.
   –Ni madres. Por andar comiendo murciélagos es que la humanidad nos metió en este pedo.
    ¡Booonk! Sonó desde la boca de la cueva un golpe amplio y profundo, seguido del ruido de la caída de un cuerpo gigantesco. Por la boca de la cueva apareció Turok.
   –Jáog–, dijo, alzando el brazo en señal de saludo.
   –Nijao –, contestó Don Catrín, quien había leído la libreta de Jaime y pensó que Turok era chino, pues tenía los ojos rasgados.
   Turok dio por bueno el saludo de Don Catrín, y mediante señas los invitó a salir de la cueva. También mediante señas, Don Catrín le indicó a Turok que tenía hambre. Turok, con otra seña, le dio a entender que esperara y lanzó un silbido. De la nada aparecieron un montón de indios armados con cuchillos de obsidiana. Junto con Turok, se dedicaron a desollar y destazar al dinosaurio. Debido al tamaño del animal y a lo grueso de su piel, les tomó mucho tiempo sacar un buen trozo de carne para ponerlo en la fogata. Además, tenían que repeler con sus hondas y sus lanzas a los pterodáctilos. Las llamas anaranjadas de la fogata irrumpían en la oscuridad de la noche y armonizaban con las descargas de lava que arrojaba a lo lejos el Pico de Orizaba. El olor a carne asada a las brasas impregnaba el ambiente.
   Don Catrín se dio cuenta de que Turok hablaba en Náhuatl, lengua que él también sabía, por haber vivido en la Ciudad de México a principios del siglo XIX. La diferencia entre un mexicano y cualquier otro hispano parlante, es que para el mexicano el náhuatl es una lengua profunda y mal escondida, que emerge a la superficie cada vez que puede: casi todas las poblaciones, los cerros, los manantiales, algunos gobernadores y hasta seres mitológicos tienen nombre náhuatl. Igual sucede con los alimentos: Tomate, jitomate, guajolote, aguacate, chocolate, chipotle, huitlacoche, xoconostle. Don Catrín al menos sabía lo esencial para comer bien en México.
   –Mmmh, ¡sabe a iguana! –Dijo Don Catrín, con la boca llena, chorreando de grasa.
   –¿A qué saben las iguanas? –Preguntó Javier, quien no se atrevía a comer la carne del dinosaurio–. ¿No te da miedo pescar el coronavirus por estar comiendo comida silvestre?
   –Según la información que tengo, el COVID19 apareció hasta el 2020 d.C., de modo que no hay peligro.
   –Creo que por esta vez, tienes razón, amigo–, dijo Javier y se llevó un trozo de carne a la boca.
   –¿Ya probaste las alitas de pterodáctilo? Saben a pollo.
   –Será mejor que te apures, pues puede venir otro tiranosaurio. Además, si esta historia se sigue prolongando, la editorial Novaro y los titulares de los Derechos de autor de Turok van a demandar a Jaime por plagio. Y también los herederos de Augusto Monterroso.
   –Jaime no está lucrando, les está dando su crédito y les está haciendo publicidad. Ojalá y no lo demanden. Pero creo que de ser eso posible, Joaquín Fernández de Lizardi ya lo habría demandado.
   –Ya te pareces a los que revisan la publicidad en Féisbuc. Jaime está respetando los derechos morales de todos los autores aquí citados. Pero Don Joaquín ya no tiene derechos patrimoniales, si es que alguna vez los tuvo. El peligro son los autores y productores de Turok o sus descendientes, pues probablemente aún conservan algún derecho patrimonial, de modo que despídete de nuestros amigos y ¡Vámonos!
   –Tlazohcamati miyac (muchas gracias). Mah xitlacuacan cualli (buen provecho).
   –Matétera cho pa.
   –¿Qué dijo? –Preguntó Javier.
   –Quién sabe, no es nahua chilango. Pero me parece que quiso decir “de nada”.
   Javier y Don Catrín correspondieron la despedida con abrazos y gestos de la mano. Los indios estaban felices, pues entre el tiranosuario y los pterodáctilos derribados habían conseguido comida para un buen rato. Y en parte fue gracias a los amigos del futuro.
   Javier y Don Catrín regresaron a la máquina del tiempo. Afortunadamente no le interesó al tiranosaurio. Su Windows se estaba actualizando y ya le faltaba un treinta por ciento para completar la operación.
   –Mientras no se aparezca otro tiranosaurio, ya la hicimos –, dijo Javier.
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