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jueves, 21 de mayo de 2020

CRÓNICAS PANDÉMICAS. CAPÍTULO 15.

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CRÓNICAS PANDÉMICAS. 
CAPÍTULO 15.

A mí se me hace que a mi hija le pegaron adrede el coronavirus en el coro, mucho antes de que en México esta enfermedad nos volviera paranoicos. Como dije en un capítulo anterior, el director Van De Baas, poco tiempo antes de que concluyese su gestión al frente de la Orquesta Filarmónica de la Capital Veracruzana, apareció como el único sospechoso de carne y hueso de estar troleando la publicidad que Epifanía hacía para preparar a los jóvenes que quisiesen pasar el examen de admisión a las facultades de música de la UV, de la UNAM o cualquier otra.
   –Sí, claro –dijo mi esposa–, como Jaime Schütz es tan importante, tenían que enfermar a su hija Marina para que se le destruyese la voz–. Ni siquiera me cree que se lo hicieron adrede por envidia.
   Alabo los esfuerzos de mi mujer por mantenerme con los pies sobre la tierra, pero los hechos ocurrieron así: ya era diciembre. Los hacían cantar una y otra vez, en la estación más húmeda de Xalapa. Si alguien se enfermaba de las vías respiratorias, le daban nada más un día de incapacidad y lo mandaban a trabajar. Como a Guadalupe, quien se la pasó tosiendo y tosiendo junto a mi hija. Y, para colmo, alguien invitó a Mariana a cantar en un lugar muy selecto, donde, entre otras celebridades, estaba Van De Baas. Ya había dejado de ser el director de la OFCV. Recuerdo que cuando empezó a dirigirla, hacía diez años atrás, este sujeto, en los pasajes rápidos, pegaba los codos a los flancos de su cuerpo, y agitaba los antebrazos como abanicos en tiempos de calor. Si lo veías de frente, se parecía a Míster Bean y parecía inofensivo.
   Pero la noche en que dio su último concierto, un magnífico concierto, dicho sea de paso, el hombre estaba alterado, repartiendo chicles y chocolates a la audiencia. Se parecía más a El Guasón (The Joker) de Joaquin Phoenix pero repartiendo chicles y chocolates que producen gas sonríex, como El Guasón de Jack Nicholson. Era una síntesis de los dos guasones.
   Pues bien, mi hija debía guardar reposo, y en lugar de eso, fue a cantar a esa especie de casa de nobles, en diciembre, con niebla y harto frío. No sólo estaba ahí Van De Baas, sino otras celebridades locales, pertenecientes a la crema y nata de la música xalapeña. Dice que le ocurrió un milagro: que se le abrió la garganta y pudo cantar los más maravillosos sonidos que pudo emitir en su vida, pese a la enfermedad. Al día siguiente, tuvo que pedir permiso para ausentarse del coro por enfermedad: estaba afónica. Al igual que a Guadalupe, le dieron nada más un día de reposo. Pero acudimos a otras instancias, incluida la delegación estatal de Derechos Humanos, y tuvieron que darle toda la semana. Se empató así la incapacidad con las vacaciones. No pudo disfrutar de las vacaciones, se la pasó tose y tose, con altas temperaturas. No podía dormir a causa de los dolores. Llegó el Año Nuevo y seguía tosiendo. Cuando se alivió ya no podía cantar sonidos agudos. Estaba aterrorizada. Mariana me pegó la enfermedad justo cuando yo tenía que verificar que los 500 carteles publicitarios de Epifanía estuviesen colocados. El caso es que para cuando estuvimos aliviados, empezando febrero, comenzó mi nuera a decirnos que tuviésemos cuidado, que comprásemos alimentos para una larga temporada, así como cubre bocas, gel para las manos y alcohol. En hora buena. Quién sabe cómo la libramos ¿Será que la Universidad Revolucionaria y Conservadora de Veracruz estaba haciendo experimentos con seres humanos para enfrentar la pandemia que se avecinaba? No es por nada, pero en nuestra ciudad e incluso en nuestro Estado ha habido muy pocos casos de coronavirus en comparación con otras partes de México. Por la tarde retomé la lectura del diario de Marco Antonio Pastrana:
   «Pese a las advertencias del héroe de la escuela de cine, quiero ser cineasta. No me basta con ser fotógrafo ni camarógrafo. También me gusta hacer guión. De los ejercicios en clase,  al leer “24 horas de la vida de una mujer” de Stephan Zweig, se me ocurrió una idea: “Usted me ha demostrado ser un caballero y sé que sabrá guardar un secreto, sobre todo un secreto pronunciado por una mujer. Me es muy penoso decirlo, pero guardar el secreto me quema las entrañas y atormenta a mi conciencia. Ya le dije que estar en el casino me excita: huelo la adrenalina de los jugadores. Me acuerdo de mi marido. Veo jóvenes guapos coqueteando con mujeres igualmente jóvenes. Incluso a caballeros de treinta años dejándose seducir por cuarentonas. Lagartonas, las llamábamos en mi pueblo. Pero era evidente el placer de la conquista, del riesgo a perder. El juego del amor es igual al de la ruleta rusa: si te sacas el premio gordo, éste te puede hasta matar. Claro que nunca jugué a la ruleta rusa, nada más a la ruleta, pues es algo mágico, como el amor: si te va bien, ganas. Pero si la suerte no te favorece, pierdes. Como yo, que quedé viuda antes de los cuarenta años de edad ¿Qué se supone que debe hacer una viuda joven? ¿Meterse a un convento? Si yo no tuve otras parejas, es porque no se me apetecía. Pero, en el casino, al calor del juego, el recuerdo de mi marido y las parejas de jugadores que seguramente saldrían de ahí para irse a la cama, hacían que…. hacían que… que sintiera yo un vacío en mi vientre que había que llenar.
   Pues bien, ¿Alguna vez ha pensado que todos los que le rodean están teniendo relaciones sexuales mientras que Usted parece que ha hecho un voto de castidad por razones religiosas o no? Es verdad que a los cuarenta años a las mujeres a veces nos cansa el sexo. Verá, todo mundo por eso cree que las mujeres con cuatro décadas sobre el hombro ya no tenemos deseos carnales ni somos atractivas para los hombres. No podrían estar más equivocados. Ese día, en vez de limitarme a ver las expresiones de triunfo o fracaso de los jugadores, me lancé a la ruleta. Los consejos de Raúl me ayudaron. Pero, con el tiempo, las estrategias del juego cambian y lo que antes era bueno ahora no. El caso es que yo iba ganando y en un lance perdí bastante dinero. Se acerco un caballero treintón a mí, a darme consejos. Dijo llamarse Karl Sessions. Volví a la senda del triunfo. Entre explicación y explicación, el caballero rozaba mi espalda con su cuerpo. Yo se lo permití. Su cuerpo presionaba cada vez más al mío. Me tomó por la cintura. Era un caballero muy apuesto. Me invitó a cenar. A tomar vino y champagne. Comimos un bogavante que él pagó, pese a mi insistencia de que cada quien pagase lo suyo. Karl era un cantante de moda riquísimo. Riquísimo en el amplio sentido de la palabra: rubio, enorme, musculoso: parecía un modelo masculino. Me invitó al concierto que iba a dar en Las Vegas. Accedí. En el avión, pasó su brazo derecho por mi hombro izquierdo hasta llegar al derecho, tomó mi barbilla, la levantó y acercó su boca. Yo abrí la mía y cerré los ojos.
   Karl ganó una cantidad impresionante de dólares con su concierto. Por la noche, nos fuimos a jugar al casino, ¡y ganó un millón de dólares! Nos hospedamos en el Skylofts at MGM. Me molestaba que él hubiese pagado el avión, la cena y el hotel, pues yo no era ninguna prostituta. Pero él me atraía y me dejé llevar. Algo intuí cuando se compró una caja de pastillas azules pero no entiendo para qué las quería un hombre joven como él. Nos fuimos a nuestras habitaciones con el pacto de vernos en la madrugada. Él dormía en la habitación 119. Él quería que yo llegase disfrazada con un sombrero como el de La Catrina de Guadalupe Posadas y vestida con un negligé negro. Me cubrí con una gabardina y salí de mí habitación, cuidando que nadie me viese. Empujé la puerta; estaba semi abierta, como habíamos convenido. Me quité el gabán, y sin encender la luz, me dirigí hacia su cama, vestida de Catrina en negligé. Karl yacía boca arriba, con su miembro viril tan erguido que parecía el mástil de un velero. Una extraña sonrisa se había congelado en su boca. No se movía. Al tocarlo, estaba frío. No respiraba. Vi la caja de las pastillas azules y una botella de Whiskey. Vacías ambas. Me dirigí a la puerta de la habitación, me puse la gabardina y me retiré a mis aposentos. Afortunadamente, nadie me vio ¿Lo ve? Accedí a hacer el amor pero dejé que ese hombre me comprase. Y no se me quita de la cabeza que ese hombre se murió por mi culpa. Estoy muy avergonzada. Espero que Usted sepa comportarse como el hombre que creo que es y no le diga nada de esto a nadie. Yo, por mi parte, se lo agradezco mucho y ya me siento liberada. Sepa Usted que no lo hice por el dinero, pero Karl insistía en pagar todo. Yo sólo quería sentirme viva otra vez.” La señora C. es una mujer de sesenta y siete años y Stephan Zweig la considera ya una anciana.»
   Yo tengo 68 ¿Acaso ya soy un anciano? Lo de Javier Duarte fue un intento muy serio no sólo de dejarnos sin pensión, sino realmente de exterminarnos. Constantemente me llegan al Whatsapp videos de Putin muy enojado contra los gobernantes de otros países que se quieren zafar de sus compromisos con las gentes de nuestra edad y son capaces de todo: de dejarnos sin pensión, de fabricar virus específicos para atacar a personas de nuestra edad; en resumen, de aplicarnos la “eugenesia” entendida como una mejora por habernos hecho pasar a mejor vida. Pero luego salen con que esos videos son falsos y que Putin los desmintió. Entonces ¿Quién podrá defendernos?
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